La seriedad tiene su doble filo. Así, por un lado, un padre insta a su hijo a llevar una vida buena con estas palabras: «Sé un tío serio, hazme el favor» (y en ese «me» se entrecruzan los destinos de ambos). Quiere el padre que el niño sea responsable, sensato y cabal; que, si ha de ser «ordinario», lo sea sólo en el sentido que Chesterton daba a este palabra (el hombre ordinario es el que acepta el orden, «un orden en el que hay un Creador y una Creación»). El padre no desea que su hijo se convierta en un cantamañanas, un mequetrefe, un chisgarabís —aquí hasta las palabras son ligeras, tienen meandros y apenas un soniquete—.
Pero esta espada grave corta también por el otro lado. Y serio es el de semblante severo, quien habla, mira y se mueve con una aspereza que la fiesta de la vida jamás merece. El serio, a poco que se deje llevar, muta en sieso, y entonces todo cuanto toca queda seco. No deja de sorprenderme el efecto que producen los muy serios: son como deshumidificadores. Su gravedad tremenda evapora cualquier asomo de alegría y gracia.
Se me ocurre que, para distinguir entre una y otra forma de seriedad, lo mejor sería establecer, dentro de cada género, las distintas especies que la componen. En esto los escolásticos eran unos genios: filiaban las virtudes y luego las emparentaban unas con otras, discriminando sutilmente los parecidos y las semejanzas, diciendo quién era hija de quién, como si el comportamiento humano fuera un álbum familiar, y, por ejemplo, al pudor se le veía como hijo de la templanza o primo hermano de cualquier otra virtud cardinal. Cosas de la Edad Media, tan superior en tantas cosas, aunque nosotros sigamos, erre que erre, con lo del oscurantismo y bla-bla-bla.
Aquí me basta con denunciar, casi como un desahogo, esa forma tan antipática del ridículo que mi amigo J. llama, con palabras de su profesor García-Noblejas, la «seriedad enfática». Son esos que, antes de hablar, se adornan con gestos que anuncian lo sublime. Carraspean un poco y acto seguido engolan la voz, como si estuvieran metiéndola en una cueva. Reconozca que ya le han venido caras (y voces) a la mente.
Son oradores que, como no tienen nada que decir, se la juegan todo en la performance. En cuanto empiezan a hablar, se nota la ausencia de una trama de pensamiento. Su discurso no discurre; y, como no tiene ni siquiera un pespunte, enseguida se deshilacha. Y es entonces, en mitad del desmoronamiento, cuando el serio intenso resurge en todo su esplendor. Ahueca aún más la voz, hace un gesto con las gafas, se dedica a sí mismo un mohín que quiere ser inteligente y pronuncia cualquier perogrullada. La pronuncia, además, con una seriedad que a todos embelesa.
Lo que no sabe es que, como escribió Chesterton, «Satanás cayó por la fuerza de su gravedad». Y debió de caer con énfasis.