Como ya sabes, la vida puede ser muy puta. A veces, sin motivo, a pesar de que seas una buena persona, la tragedia llama a tu puerta y te golpea con una fuerza insoportable. Ante el vacío y la incomprensión —las peores desgracias son inexplicables—, lo normal es salir corriendo atemorizado, dejarse llevar por la turbia corriente del dolor y acabar pensando que la única opción razonable es detestar la propia vida y la de los demás. A veces me pregunto si las personas ahogadas en su sufrimiento tienen derecho a despreciar el mundo a causa de las injusticias que recaen sobre ellas y consumirse lentamente, sin esperanza y derrotados, como la llama que se queda sin oxígeno.
En tu caso, la ELA te lo arrebató todo con 30 años, de golpe. También el futuro, condenado a una cama inmóvil y sin posibilidad de cura. Pudiste haberte suicidado y ahorrado la incertidumbre que te esperaba. Pudiste haberte encerrado en tu dolor, soltar improperios contra el mundo y preguntarte indignado por qué te había tocado esa jodida ruleta rusa; una ruleta que da vueltas sin parar y que cada ocho horas dispara a alguien en España.
Tú, en cambio, optaste por la esperanza. Ante ese abismo desolador, saltaste al vacío con valentía y decidiste vivir hasta las últimas consecuencias. Transformaste tu dolor en ilusión y la enfermedad crónica en una alegría lúcida y serena. A veces me cuesta creer que ames la vida a pesar de que no puedas moverte, hablar o comer. Pero sé que dices la verdad y, ante esta certeza, conmovido, sólo cabe en mí admiración, como la del chaval que desborda felicidad cuando ve jugar a su estrella de fútbol.
La primera vez que supe algo de la ELA fue cuando mi novia —ahora mi mujer— me contó que el padre de una amiga suya había muerto a causa de esta enfermedad, rara y desconocida entre nosotros. La veía tan aterradora que no quise saber más de ella. Pero ya sabes que Twitter es un pañuelo y no tardé mucho en encontrarte, tumbado, con las piernas delgadas y un cable del que pende tu vida. Confieso que a veces me costaba verte e incluso pasaba tus tweets rápidamente. Ahora te miro todos los días y pienso que eres un jodido milagro, un regalo, porque, a pesar de la cruz que arrastras, sonríes siempre en las fotos.
Supongo que una de las cosas más difíciles de esta enfermedad es la aceptación de la fragilidad, asumir que algún día dependerás absolutamente de los demás. Leía el otro día que es mucho más complicado dejarse ayudar que implicarse por el otro —este último puede esconder en ocasiones cierto ego. Me pregunto qué pensaste cuando te diagnosticaron ELA, cómo contemplaste el futuro o qué sentiste cuando te tropezaste por primera vez. Me pregunto si recuerdas lo último que comiste o la última palabra que pronunciaste. No puedes moverte, no puedes hacer nada y, misteriosamente, lo haces todo por nosotros. Contigo entiendo que la fe mueve montañas; tu humildad, la asunción de tu vulnerabilidad, nos impulsa a caminar y a seguir hacia delante.
Jordi, tú decidiste vivir, a pesar de que algunos te digan que tu vida ya no vale la pena, que la muerte es la única salida. Te ponen precio cuando insinúan que no compensa vivir con costes tan altos, y me duele profundamente que te dejen solo sin ayudas públicas. Nuestra cultura desprecia a los enfermos, los cuales pasan a convertirse en los responsables de su situación. Los miramos con ojos de reproche, señalándoles la alternativa que todos, en silencio y sin mirar, esperamos que efectúe. Estamos creando una cultura de la muerte que paradójicamente no quiere saber nada de ella.
No te lo merecedes, Jordi. No entiendo cómo no te indignas contra el mundo. Tienes el don de transformar la debilidad y el desprecio en gracia. Ahí sigues, riéndote de tu propia calvicie, haciendo chistes malos y enviándonos fotos con Ken, tu chihuahua, mientras te aplasta las pelotas; el humor siempre será un gran aliado para luchar contra las fuerzas del mal.
No puedes moverte, pero tienes la agenda más ocupada que la de un directivo: entrevistas a famosos, coaching, charlas inspiradoras, crowdfundings para la investigación de la ELA… Parece mentira que todo eso lo hagas sin mover ni una pestaña. ¡Estás vivo, y tanto que estás vivo! Pudiste dar fin a tu dolor, pero elegiste la vida. A veces pienso en ti cuando la apatía o la desesperanza llaman a mi casa, cuando la desgracia interrumpe mi camino, y quiero darte las gracias, Jordi, por recordarme en esos momentos que no vale resignarse ni asentarse en la queja, que no vale someterse al dolor que nos imponen las injusticias. Hemos venido a luchar, sin miedo, pase lo que pase. Por eso, quiero gritar contigo, ¡viva la vida!