Escribir

Trabajábamos juntos en el mismo despacho. Ella llevaba sus asuntos y yo los míos, pero a veces compartíamos incertidumbres y, muy socráticos, sometíamos nuestros argumentos a una dialéctica implacable. Cuando el caso era de los intrincados, ella venía a verme y, sin importarle lo que yo estuviera haciendo en aquel momento, resumía de viva voz los hechos del pleito que tenía entre manos y me planteaba por orden las cuestiones controvertidas, diciéndome dónde encontraba ella sus puntos débiles y dónde se maliciaba que la parte contraria hallaría las vías de su agua de su tesis. Aunque me interrumpiera con descaro, yo la escuchaba con gusto, por compañerismo y porque su explicación del tema era diáfana. Lástima que el colofón de sus peroratas fuera siempre el mismo: «Creo que ya lo tengo claro. Ahora, ¿te importaría escribírmelo?».

Nunca le escribí nada. Ni un triste recurso de reposición. Y no porque no quisiera ayudarla, sino precisamente por ello. Y es que siempre he considerado —y considero— que a nadie debe ahorrársele el esfuerzo penoso que siempre conlleva escribir —yo mismo lo estoy padeciendo ahora, porque ignoro adónde me llevará este artículo, y, sobre todo, cuáles serán mis próximas trescientas palabras—. La idea apenas intuida toma forma gracias a un trabajo sostenido que encuentra las palabras justas que la expresan. Por eso, que falten las palabras sólo significa que la idea aún está verde, y que hay que seguir buscando.

Gómez Dávila quintaesenció este asunto: «El escritor procura que la sintaxis le devuelva al pensamiento la sencillez que las palabras le quitan». Así es. Creemos tener un pensamiento nítido, pero, al tratar de transmitirlo, todo se complica, y aquella nitidez inicial se esfuma de repente. Los verbos huyen despavoridos; los adjetivos se agolpan; los adverbios todo lo tupen. El escritor tiene que enfrentarse a ese maremágnum. Es comprensible que algunos se rindan.

Otro ejemplo. Un amigo me habla con un entusiasmo cuasi religioso sobre ChatGPT y sobre cómo la inteligencia artificial cambia nuestra forma de trabajar. Debatimos al respecto. Yo, en materia tecnológica tiendo al escepticismo, y aún creo en las manos, en la tinta y en el soneto. Mi interlocutor era más optimista y, sin necesidad de conocer a Borges, se figuraba el paraíso bajo la especie de una aplicación informática. Discutimos sin despreciarnos. Después de un rato, él adujo el argumento que le parecía definitivo: «Con ChatGPT ya no tenemos que escribir más, porque, en unos segundos, él ya te genera el texto». Y, como quien se libera por fin de una pesada carga, mi oponente alzó los brazos, en señal de victoria.

Me quedé pensativo, y, unos días después, he venido aquí a pensar contigo sobre este tema. Y concluyo dos cosas. La primera: que, para las tareas repetitivas, no hay por qué negar las bondades de ChatGPT y de cualesquiera otros chismes que en el futuro se inventen. La segunda: que por nada del mundo querría que la comodidad informática me privara de escribir. Uno quiere, para sí y para los demás, el oficio silencioso de pensar por cuenta propia, la inquietud de no conocer cuál será el paso siguiente en el baile, y la dicha, que a veces llega, de que una sola palabra haya movido el sol y las demás estrellas.

Alfonso Paredes
Abogado en ejercicio. Casado y padre de cinco hijos. Máster en matrimonio y familia (Universidad de Navarra). Autor de 'El señor Marbury' (Homo Legens, 2020) y de 'Sonata en yo menor' (Monóculo, 2022).