Me lo contó, ya liberado, como quien recuerda el tiempo pasado en prisión. Como músico profesional, había sido durante treinta años el percusionista de varias orquestas. En todas pasaba más o menos lo mismo. Bajo una apariencia excelsa (Mahler, Stravinsky, Beethoven y tantos otros), podredumbre y malos rollos. Nada aparentemente grave. Males de ordinaria administración: habladurías, cuchicheos y envidiejas. Por ejemplo: si un trompetista había tenido una tarde desafortunada, luego, en el bar, tras el concierto, se aprovechaba su ausencia para ponerle a parir; pero si en aquel momento aparecía el trompetista en cuestión, entonces se le abrazaba y todos le daban la enhorabuena. Pero no por consuelo. No como si, con ese abrazo y esas palabras amables, se le quisiera decir: «Tranquilo, tío, quién no desafina en algún compás, quién no pierde el tempo, quién no vaga a veces por la partitura». No. Se le decía con una hipocresía cruel. Y esa crueldad, tantas veces percutida, acabó hartando al percusionista, mi atribulado confidente, que, cansado de que le tocaran los timbales, se fue con la música a otra parte.

—Es que, tú piénsalo: ¿en qué trabajo te aplauden siempre, hagas lo que hagas? ¿A ti te aplauden todos los días?

El halago debilita. Creo que lo dijo José María García. Y, por otra parte, el refranero enseña que no hay general que resista un cañonazo. Además, según  mi interlocutor, tampoco es fácil  resistir el aplauso habitual, la alabanza sostenida. La cosa tiene bemoles, y el riesgo es evidente: la gloria vana, el encumbramiento y, al final, la crítica a todo cuanto no sea uno mismo, culmen de las maravillas y cénit de lo valioso. A esa infección sutil la llamo mal de orquesta.

Claro que, como todo mal que se precie, el de orquesta se traviste de bien. La soberbia se disfraza de delicadeza extrema para las cosas del arte. Y sucede así que aquel yerro del trompetista se reputa gravísimo: un daño a la mismísima Música (la soberbia tiende a la mayúscula) que un alma fina no puede tolerar. Debe, pues, despellejar al compañero, condenarlo inaudita parte y en juicio sumario. El reo ha de ser sacrificado en el ara del Arte (otra vez, campanuda, la mayúscula). La crítica podrá arrancarle el corazón.

El lector se equivocará de medio a medio si piensa que, por no pertenecer a ninguna formación musical o por no ser melómano, está libre de este mal. Craso error. Porque aquí, de alguna manera, todos formamos parte de un mismo coro y nuestras voces debieran empastar. Y así, cuando en nuestras relaciones más cercanas (en la familia, con los amigos, en la vida profesional) se dé la ocasión para la música, se dará con ella la oportunidad para la disculpa del descuido ajeno, para comprender que todos nos tuteamos en la miseria. El que escuche sin condenar conjurará el mal de orquesta. Y reconocerá así que toda nuestra música es un tanteo, un ensayo, un titubeo mudo.

Alfonso Paredes
Abogado en ejercicio. Casado y padre de cinco hijos. Máster en matrimonio y familia (Universidad de Navarra). Autor de 'El señor Marbury' (Homo Legens, 2020) y de 'Sonata en yo menor' (Monóculo, 2022).