Dudas y certezas

Hace unos días, en una cena con amigos de la generación Z, o sea nacidos entre 1965 y 1980, surgió el debate que ha generado la magnífica serie inglesa Adolescencia. Una de esas ficciones que, sin pretender sentar cátedra, te sacuden lo justo como para obligarte a mirar a tus propios hijos desde otro ángulo. Nos llevó a preguntarnos —con más dudas que certezas— si los que somos padres de hijos en edad similar a la que recoge la serie realmente entendemos cómo piensan, viven y, sobre todo, sienten.

El parecer general en la mesa fue pasando, a la vez que por diferentes platos, por distintas estaciones: del estupor al miedo y de ahí a una especie de desesperanza resignada. Algunos compartían anécdotas casi con tono de derrota. Y sin embargo, en medio de esa sensación de abismo generacional, también emergía una pregunta incómoda: ¿es realmente tan grande la distancia? ¿O somos nosotros, los que tenemos 40 o 50 años, los que hemos edificado una especie de frontera  entre el antes y el ahora?

Porque seamos sinceros: nosotros sobrevivimos a los columpios de hierro sin protección, a los coches sin cinturón atrás, a los veranos sin protector solar, a la televisión con dos canales y al aburrimiento absoluto de los domingos por la tarde oyendo el Carrusel Deportivo. ¿Cómo no van a sobrevivir ellos a TikTok, a las stories y a la presión por subir en el algoritmo? Al final, cada generación tiene su campo minado emocional, sólo cambia el diseño del explosivo.

Y hay algo que —debo admitir— me produce una satisfacción secreta: nuestros hijos, a diferencia de nosotros, parecen plegarse mucho menos a la lógica mercantilista de lo que es la obligación. Donde nosotros llevábamos con orgullo el «me quedé hasta las diez trabajando», pensando ya con 20 años en adoptar una vida de mayores ellos se preguntan abiertamente por las horas extra, las condiciones y —a veces, incluso— el sentido de lo que hacen. Nosotros temíamos no encajar; ellos temen perderse a sí mismos. Quizá por eso, en ese aspecto, estén yendo un paso por delante, que no significa que sean menos responsables o que no vayan a serlo, sino que marcan libremente —y con ayuda material paterna, todo hay que decirlo— sus tiempos. Que no tienen porque ser peores.

Recordamos nuestra propia adolescencia —cuando aún se hablaba por teléfono fijo y se escribían cartas en papel y vivíamos al borde la guerra nuclear con el colapso del mundo soviético, con el SIDA, la droga y la delincuencia como algo habitual en nuestra calles— con cierta nostalgia y, aunque el contexto ha cambiado, las emociones de fondo no eran tan distintas. La inseguridad, el deseo de pertenecer, la búsqueda de identidad, la angustia existencial, la necesidad de romper moldes… todo eso sigue ahí, con otros códigos y canales.

Quizá el problema sea que hemos olvidado cómo se siente tener diecisiete años. Tal vez nos cuesta reconocer en sus contradicciones las mismas que nosotros tuvimos, sólo que las suyas vienen ya de serie con filtros de Instagram y playlists infinitas. Y aunque a veces los percibamos como habitantes de otros mundos, puede que, en el fondo, solo estén hablando con otro acento de los mismos miedos y sueños que un día también fueron nuestros.

Nuestra obligación, creo sacar en conclusión de esa agradable cena, es acompañarles.

Óscar Cerezal
Diseñador gráfico y gestor de servicios. He sido muchos años alcalde, diputado. Luego decidí volver a mi curro. Apasionado de la política, investigador y periodista vocacional, edito un webzine transversal de nombre La Mirada Disidente.