Hay ya miles de artículos hablando de la gota fría de Valencia, la ineptitud de la Administración (europea, central y autonómica) o del coraje de los voluntarios que han ido a echar una mano como han podido. Se han vertido ríos de tinta sobre la gestión medioambiental, casi tantos como arroyos desbordados por la tormenta. Es por ello por lo que no quiero acusar directamente la ineptitud o sangre fría de unos y otros, ni dar con la solución que termine con la crisis o escribir una diatriba demagógica que no lleve a ninguna parte. Lo único que quiero y creo que puedo aportar es lo que he visto y lo que llevo dentro de esta última semana.
Como tantos otros, vi compungido las imágenes que dejaba tras de sí la catástrofe, sentí con horror las muertes y sufro un tremendo desprecio hacia todas aquellas personas que han tenido responsabilidad tanto en la prevención, como en la posterior gestión de la tragedia y que no han hecho todo lo que está en su mano para paliar las consecuencias.
Siguiendo el ejemplo altruista de millones de españoles, quise ayudar como buenamente pude. Todo iba a empezar con un simple viaje de cuatro personas, llenando un maletero y durmiendo en el mismo coche si hiciera falta. Ese plan acabó derivando en una caravana de tres camiones y algo más de cien voluntarios compartiendo pabellón con las Fuerzas Armadas en plena zona cero.
Chavales como otros cualquiera, de entre 17 y 21 años la mayoría, se liaron el macuto y se pusieron a disposición de sus compatriotas en necesidad sin saber las condiciones de alojamiento, ni el trabajo que iba a realizarse. Ninguno decepcionó, trabajaron con una sonrisa y dieron consuelo con sus obras y palabras.
En las calles de Paiporta, Picanya, Massanassa, Alfalfar o Algemesí hay cientos como ellos. Niños de una «generación de cristal» que han tenido que hacer el trabajo de unos hombres que han olvidado a su pueblo.
Por cada casa, hay una marca de agua de hasta dos metros de altura y una tragedia que merece ser contada. Jóvenes matrimonios que tienen que volver a arrancar antes de haber empezado a andar, adultos que echaban un cierre a una carrera profesional que ahora parece no tener fin, abuelos que van a tener marcado el lodo en la retina en su último adiós y niños que van a tener que cavar para limpiar los parques que les permitían seguir siéndolo.
El olor a agua estancada te penetra, las miradas perdidas de los que hasta hace una semana no temían nada te perforan. Hay familias a los que el agua les ha arrebatado un padre, un hijo, un primo para llevarlos a puerto desconocido. Muertos que no han podido ser protagonistas de su propio velatorio. La ilusión para muchos se ha ido a una alcantarilla desbordada de sueños empapados.
Lo material, en la mayoría de los casos, podrá recuperarse. Lo que hace unos días eran muros de barro, ahora son calles transitables. A casas irreconocibles se les va poniendo cara de hogar de nuevo.
Nadie va a devolver a los fallecidos, pero esta calamidad nos ha recuperado una conciencia de pueblo. Ese espíritu de una España con destino universal, una España llena de buenos vasallos al que solo ha estado a la altura un Señor que todo lo contempla. Ha roto la retórica de una generación de padres que no respeta a la generación de los hijos que ha criado. La idea de una nueva hornada de jóvenes comprometidos con el porvenir de su nación es posible, unos hombres por hacer que han limpiado el barro del que una vez salieron y que no se conforman con la contemplación del desastre.
De Valencia no hay que olvidarse porque allí harán falta manos y oraciones para mucho tiempo. De Valencia tampoco hay que olvidarse porque Valencia podemos ser cualquiera de nosotros. Esos viejos que salen al fresco con barro hasta los tobillos son nuestros viejos, las fotos en blanco y negro que ahora son marrones, podrían ser nuestras bodas o bautizos, sus cantares y costumbres hoy manchadas forman parte del tejido de la eterna piel de toro que es España.
Siendo muchos, no somos más que uno. Aún con lenguas propias y comunes, con acentos y dejes, sentimos con el mismo pesar el desastre. Esto no debe de servir de excusa para que los de siempre dividan a un pueblo indivisible ante la desgracia, sino que debe de valer de caldo de cultivo para un nuevo porvenir en común frente a los que quieren hacernos de menos.
A los héroes y a los villanos, a los amores y a las desidias, se las ve mejor en los momentos oscuros. Así que quizás sea verdad aquello que cantaba Xoel López de que del lodo crecen las flores más altas.