Hace dos semanas conté aquí que me iba a Beirut y así es. Escribo hoy desde la capital libanesa este texto que ahora me sale de corrido. Apenas me quedaban por aquel entonces unos pocos días en España antes de mi estancia en el extranjero y quise despedirme de cuantos fuera posible. Yo andaba ajetreado concediendo turnos de media hora, citas de escasos minutos, gestionando despedidas en pasillos y reuniones multitudinarias para amortizar el asunto. Andaba enfrascado en todo esto cuando el Señor me concedió una gracia sobrenatural en forma de enfermedad. Quien me conoce sabe que, quizás por mi falta de formalidad, nunca me pongo enfermo. Es una cuestión de trámites indeseables que aborrezco desde pequeño, así que jamás he tenido por costumbre ponerme malo.

Sin embargo, decía, el Señor me concedió, apenas unos días antes de irme, una patética situación febril que me llevó a la cama. Estos últimos años universitarios he descubierto mi vocación —la de meterme en fregados buenos, decir que sí a gente mejor que yo, y llegar tarde a todo, pero hacerlo con una sonrisa— y eso ha hecho que mi paso por casa haya sido precario. Mis padres lo entienden, lo sé, porque uno no nace eligiendo ser un caos, es una suerte de no sé qué aleatorio con el que Dios premia a algunos. Y mi malestar agigantado, días antes de mi despedida, me hizo verme débil y dependiente, necesitado de cuidados, que podría decirse que es la forma del amor según Coleridge.

Así, mi madre movilizó el boticario casero y sacó de los armarios almohadas, mantas y edredones. Y mi padre estuvo presto para comprar medicinas, miel y otros mejunjes. Y yo, sin pretenderlo, tantas veces pululando fuera de casa, me vi atendido por quien siempre lo esperaba: mi familia. Uno vuela al Líbano, coordina proyectos, preside iniciativas, reza en funerales de estado, desayuna con gente importante… Uno hace todo eso, por ahí, como quien sale a por tabaco, y termina congestionado en la cama de su casa. Es una bendición, lo tengo por seguro, porque sólo Dios sabe qué cosas de más, innecesarias, hubiese hecho esas últimas semanas que estuve en casa, dejándome querer antes de mi venida al Líbano.

Los últimos días, eso sí, me concedió también el Señor una receta médica y la cosa mejoró, que no todo iban a ser bendiciones en forma de décimas febriles. Salí por las calles de Madrid y anduve largo y tendido por mi ciudad, en una suerte de onfaloscopia capitalina. Me despedí de aquella buena gente de la universidad, de esos inmejorables amigos que conocí de rebote, de la familia que me nació un verano en Cuenca y de quienes cuidaron de mi catarro aquellos días, como habían estado haciendo durante veinte años. Y me despedí de todos ellos con una sonrisa, porque cada uno me proporcionaba un motivo para la alegría. Ahora, imagino, habrá días tristes y noches largas en Beirut. Pero retengo en mi paupérrima memoria los rostros que Dios me ha regalado durante tantos años. Son mi mejor coartada.

Pablo Mariñoso
Procuro dar la cara por la cruz. He estudiado Relaciones Internacionales, Filosofía, Política y Economía. Escribo en La Gaceta, Revista Centinela y Libro sobre Libro. Muy de Woody Allen, Hadjadj y Mesanza. Me cae bien el Papa.