Hay que ir a lo seguro, a la mejor apuesta, la que reparte cartas ganadoras para la continuidad de tu trayectoria, además de garantizar que la vida siga siendo sinónimo de éxito a pesar de que sean malos tiempos para la lírica, contra las rocas se estrellen nuestros enojos, o, con la proliferación de otros gustos musicales —por llamarlos de alguna manera—, Loquillo siga dando el callo en un escenario después de más de cuatro décadas de rock and roll —que se dice pronto— y nos haya acostumbrado a sentar cátedra con circunspecta sobriedad y exquisita elegancia —cigarrillos incluidos—. Aspavientos, los mínimos. El guion manda.
Pero a pesar de estos tiempos que corren, de sus palmarias dificultades y contradicciones o de las envidias u otras acciones y actitudes que nos dividen y corroen, Loquillo lo tiene claro porque es valiente, decidido, intuitivo, astuto y no le gusta esconderse ni siquiera cuando vienen mal dadas o toca criticar el baboso clientelismo de las subvenciones en el mundo de la cultura. No va con él, con un «currito» de carretera y manta, de nuevos temas, ensayos, estudios y álbum previo a la gira de marras. Su currículum vitae desde la época de Los Trogloditas es la mejor carta de presentación.
La vida le ha ofrecido infinidad de lecciones desde aquel 21 de diciembre de 1960 que vino al mundo y, a punto de cumplir los 65, bien ha sabido aprenderlas, aprovecharlas y poner sus cartas sobre el tapete de una mesa que, sin complejos ni estridencias, anoche exhibió en el escenario del Movistar Arena de Madrid, único concierto para una afortunada villa y corte, testigo de la templanza del protagonista.
Allí, un público entregado reventó pista y gradas para volver a vibrar con el empuje, fuerza y energía de este elegante pretoriano del rock and roll hispano. Hubo diferencias de edad, de generaciones, de padres e hijos separados por décadas y encontrados en el furor de aguerridas y acompasadas letras, de familias con cuatro hijos —alguno en su sillita— que no quisieron dejar pasar la ocasión por interés musical o aquel solidario tributo del barcelonés y su banda cuando, a principios de julio de 2020 y sin arredrarse ante la adversidad del momento, desafiaron el infame y universal silencio de meses como consecuencia del confinamiento de la pandemia. Entonces, fue por una noble causa; bueno, por dos: la solidaridad con el Banco de Alimentos de Madrid y, ante todo, la libertad, esa que paulatinamente ha ido diluyéndose en tantos e inesperados aspectos de nuestra vida de un tiempo a esta parte.
Y hemos de disputar la libertad para conseguirla en nuestro día a día, en la efusiva y personal muestra de agradecimiento por todo nuevo amanecer, en el libre ejercicio y desarrollo de cualquier trabajo y en las ganas de vivir, de disfrutar de la vida cuando, incluso, la sombra de la jubilación se proyecta sobre un DNI cuyo poseedor, sus actuaciones y ganas contradicen esas primaveras de las que el paso de los años ya ha sido testigo. Sin ese miedo a ver pasar las páginas del almanaque, todo gira distinto con dosis de una intacta rebeldía que, sin cortapisas, pudo verse reflejada en firmes discursos no exentos de merecidos parabienes o algún que otro dardo —que también los hubo— a lo que se ha cocido por estos lares en los últimos años.
El público, sabio, no tardó en reaccionar con el hit del verano que «recuerda» a nuestro presidente del gobierno, aunque los reflejos del «jefe» del show no permitieron que los cánticos se tornasen en clamor. Como decíamos, de astucia, D. José María Sanz Beltrán va sobrado; de tablas y escenarios, también.
Respecto a lo musical, Loquillo abrió fuego con En las calles de Madrid: blanco y en botella. La anterior alusión a la apuesta segura queda ratificada, como, sin mediar palabra con el respetable, su saber hacer con sólidos y rotundos acordes iniciales que, en menos de veinte minutos y antes de las 21h, ya habían puesto al público en órbita, al rescate de pretéritos recuerdos de aquella primera vez que había escuchado canciones como María o El mundo necesita hombres objeto.
No hizo falta más salvo la paradójica oscuridad de tenebrosas luces que invitaban a la presencia de un Frankenstein —como luego se autodefiniría— sobre un aparentemente dramático escenario que daba la bienvenida a El hombre de negro y una segunda parte del setlist con El rompeolas como estilete para romper el hielo y marcar territorio con una mesurada muestra de agradecimiento a Madrid, ese cálido cobijo en el que el de la ciudad condal siempre ha hallado refugio.
Tras la invitación a la reflexión en Cruzando el paraíso, la parte central nos llevó a los recuerdos, penetró en la nostalgia de años pasados con Memorias de jóvenes airados y su sutil toque de atención en una letra que no ha de dejarnos indiferentes a los que ya peinamos canas ante tiempos que, alojados en nuestra retina, jamás vuelven atrás:
Nosotros, que somos los de entonces,
los que no tenemos dónde,
los que siempre hablamos solos.
Nosotros que no formamos parte,
decidimos seguir al margen
viviendo en el alambre.
Memoria de jóvenes airados…
Y después de ese momento de ternura, de ese flashback, de lo que fue, pudo haber sido y no fue, el Movistar Arena entraba en erupción con Rock suave y su felina, afilada y agresiva letra de cara a un combate final que Alaska —requerida en el escenario— no quiso perderse con un rompedor y espeluznante El rey del glam antes de que éxitos como Rock & roll actitud, La mataré, Besos robados y El ritmo de garaje salieran a la palestra y nos trasladasen a sus himnos de siempre, al particular y exclusivo carisma de un músico, de un profesional como la copa de un pino con el anuncio de aquel Rock and Roll star en ciernes, hoy ya forjado, hecho realidad a pesar de la crudeza y señalamiento de tiempos en los que la llama del rock and roll sigue ardiendo gracias al espíritu rebelde e inconformista de un superviviente, Loquillo, curtido en mil batallas de las que, pese a quien pese, ha salido indemne con esfuerzo, trabajo, resistencia, sentido común y estandartes con argumentos como la libertad, la sinceridad y una ejemplar profesionalidad.


