Douglas Murray: «La izquierda ha convertido la historia de Occidente en un relato de culpa»

Autor de 'La masa enfurecida' o 'La guerra contra Occidente', el escritor británico denuncia la ofensiva cultural sin precedentes que busca demoler los fundamentos morales, históricos y espirituales de toda una civilización

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Desde hace más de una década, Douglas Murray (Londres, 1979) se ha erigido en uno de los ensayistas más influyentes y controvertidos del mundo anglosajón. Autor de La masa enfurecida o La guerra contra Occidente, el escritor británico denuncia lo que considera una ofensiva cultural sin precedentes: un movimiento que busca demoler los fundamentos morales, históricos y espirituales de toda una civilización. En su diagnóstico, las élites políticas, mediáticas y académicas han asumido sin resistencia el relato de culpa importado desde Estados Unidos, según el cual todo lo occidental estaría irremediablemente marcado por la esclavitud, el racismo o el colonialismo.

Murray sostiene que ese discurso ha generado una forma de auto-odio colectivo que amenaza con borrar siglos de logros, héroes y referencias comunes. «Si no tenemos un pasado compartido, difícilmente podremos tener un presente compartido», advierte. Frente a esa deriva iconoclasta, el autor británico propone una «contramarcha»: recuperar la confianza en la historia propia, reivindicar las virtudes que hicieron posible la libertad y recordar que ninguna sociedad sobrevive si reniega de sí misma.

¿Quién está en guerra contra Occidente?

Es gente distinta en países distintos, pero todos parten de la misma premisa. Mi argumento es que sufrimos una versión derivada de las guerras culturales de los Estados Unidos, que cada país occidental ha importado. Allí el eje es una pregunta fundamental: si el país es bueno o no. Unos dicen: «Los Estados Unidos están definidos por la esclavitud; por eso seguimos siendo endémicamente racistas». Otros responden: «No es un juicio justo: también abolimos la esclavitud, libramos una guerra civil por ello, logramos la independencia y alcanzamos logros extraordinarios». Ese es el esquema básico, y creo que casi todos los países de Occidente han importado su versión: si, en esencia, hemos sido una fuerza para el bien o no.

En el Reino Unido, su país, esa importación llega con el prisma del colonialismo, como una suerte de pecado original.

Así es. Y no encaja, porque colonialismo y esclavitud no son lo mismo. Pero se impone algo semejante en todos los países que conozco, incluida España. Creo que es una guerra contra el pasado y contra los héroes nacionales: convertirlos en villanos. Si no se tienen héroes ni un pasado compartido, difícilmente se tiene un presente compartido. La impulsan sobre todo sectores de la izquierda radical, y están persuadiendo a mucha gente, reescribiendo nuestro pasado en clave enteramente negativa.

¿Hemos superado el paradigma izquierda–derecha?

Hasta cierto punto. Pero uno de los motores es una forma clásica de marxismo que no cree en la historia como obra de grandes figuras, sino en procesos de lucha de clases. De ahí que el asalto a los grandes personajes del pasado sea «necesario». No es solo la izquierda radical, pero en Estados Unidos ese es el vector principal, y cito nombres porque no se conforman con demonizar el pasado: buscan una agenda política en el presente.

En los Estados Unidos, sobre todo en las ciudades, se ve a diario lo que usted describe. En España también es fácil apreciarlo. ¿Cuándo vio claro que era una guerra?

En los últimos años, y de forma muy clara en el verano de 2020. La muerte de George Floyd actuó como combustible a reacción. Estábamos saliendo de los confinamientos, con nuestros «sensores sociales» atrofiados, y lo ocurrido en Estados Unidos se interpretó aquí como si fuera doméstico: tal es la potencia cultural americana. Aquel crimen policial atroz se usó como prueba no solo del racismo en la Policía, sino del racismo de toda la sociedad estadounidense, y luego de las sociedades occidentales en bloque; como si aquel hecho descorriera un telón y revelara la verdadera naturaleza del Estado. Era una vieja ambición de los radicales de los 60 —entonces querían demostrar que el Estado era esencialmente fascista; hoy, que es esencialmente racista—. Y mucha gente, aislada por los confinamientos, pensó por un momento: «Tal vez esto sí somos». En mi opinión, es una lectura radicalmente falsa y un pésimo prisma para entender cualquier sociedad.

¿Qué evolución observa?

La normalización de un lenguaje y un marco extraordinariamente radicales. Un ejemplo clave es el Proyecto 1619 del New York Times: ahora muchos creen que la fundación de América fue 1619, con la llegada de los primeros esclavos, para «reencuadrar» el país como historia de racismo y esclavitud. Sin el sello del Times quizá habría quedado marginal. En el Reino Unido, todos sabíamos que fuimos partícipes de la esclavitud —como todos los pueblos— pero también de los primeros en abolirla y patrullar los mares para imponer su abolición.

Ocurre lo mismo, o peor, con Cristobal Colón en los Estados Unidos y parte de Iberoamérica.

Es orwelliano. En una sola generación hemos pasado de considerarlo un héroe audaz a tratarle de malvado, derribando estatuas y sustituyendo el Día de Colón por el Día de los Pueblos Indígenas. La mayoría opina sin haber leído una sola carta ni conocer su pensamiento, y en España ocurre algo parecido.

¿Dónde encuentra más resistencia esa ola de culpa?

En algunos países que no la aceptan. En los anglosajones es peor por su conexión con los Estados Unidos. En Francia hay reacción: Macron dijo en 2020 que allí no caería «ni un monumento», y decenas de académicos pidieron no importar ese esquema. Aun así, hay episodios: pienso en Voltaire: su estatua desaparecida de su pedestal y acusaciones simplistas, pese a su condena de la esclavitud en Cándido. Pero, en general, los franceses conservan orgullo histórico y no quieren que una guerra cultural americana les dicte su memoria.

¿España tiene esos «anticuerpos»?

Podría tenerlos, pero me temo que importa demasiada basura sin pensar.

¿Se agotará la paciencia ante esta guerra de políticos, grandes corporaciones y medios contra la gente corriente?

Ojalá. En 2020, cuando empezaron a tumbar estatuas en los Estados Unidos y luego en Gran Bretaña, hubo algo emocionante: vecinos que salían a custodiar sus monumentos. Los medios les llamaron «extrema derecha», como siempre, pero allí estaba, por ejemplo, una anciana sosteniendo un cartel: «La historia británica importa». Ese instinto puede salvarnos. En el libro describo cómo sería la «contramarcha»: decir a los activistas, «ustedes tienen su historia; nosotros, la nuestra. No les quitamos el derecho a borrar la suya; no tienen derecho a borrar la nuestra». Y formular el pulso así: «Si no respeta mi historia, ¿por qué he de respetar la suya? Si desprecia a mis antepasados o mi sufrimiento, ¿por qué debo respetar los suyos?». Todos podríamos jugar al juego de los agravios; sabemos que por ahí aguarda el infierno. La defensa empieza por conocer bien la propia historia, porque este movimiento es tan virulento como ignorante.

¿Hay esperanza?

Mucha, si adoptamos ese enfoque y entendemos que, aunque se presenten como adalides de la Justicia, en realidad buscan la Venganza.

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