Hace años veía eso de tener hijos como algo lejano, fuera del alcance de mi por entonces tierna existencia; hoy siento el deseo de en unos años dejar descendencia en el mundo. Quizá todavía no había encontrado a la persona con la que formar una familia, a lo mejor la inmadurez propia de la edad anestesiaba el instinto paternal que llegada una edad casi todos tenemos; solo sé que ahora aspiro a tener un vástago.

Tengo una foto de de mi novia cuando era pequeña de fondo de pantalla del móvil y cuando observo la estampa, con esas manitas entrecruzadas y esa carita inocente sonriendo, quiero una hija así en unos años. No por capricho o antojo pasajero sino por ruego de mi conciencia. Siempre que vuelvo para casa paso por una guardería y se me cae la baba al ver cómo los padres recogen a sus pequeños, miro con una sonrisa de admiración la escena mientras siento un cosquilleo en el estómago; aspiro a eso, quiero ir a buscar a mi hija a la guardería, preguntarle qué tal ha ido el día y que me cuente hasta la mínima expresión con suma ilusión; que me explique algo que ha aprendido y que los adultos ya sabemos por veteranía vital como si hubiese descubierto América. Nosotros hemos perdido, desgraciadamente, la capacidad de sorprendernos; asombro que viene, paradójicamente, de lo trascendental, de lo sólido, un objetivo más grande que uno mismo, al que aspira todo ser humano.

Sé que mi discurso choca contra lo establecido, ese que percibe a la natalidad como unos de los grandes problemas del mundo. Hoy tener hijos es el mayor acto revolucionario. Hemos alcanzado los ocho mil millones de personas en el planeta y hay algunos planteándose que puede pasar a partir de ahora; con todo tipo de teorías maltusianas llegaron a decir que iba a haber un momento que no  habría alimentos suficientes para todos. ¿Qué sugieren? ¿exterminar a la mitad de la ciudadanía? En la novela Inferno de Dan Brown un excéntrico científico desarrolla un virus para reducir el número de la población; en la última película de los Vengadores un alienígena con el síndrome de Jerusalén y fiebre de mesías quiere erradicar la mitad del universo con las gemas del infinito para terminar con el desperdicio de los recursos. Las teorías que eran de ciencia ficción se están abriendo camino y seguimos tan campantes. No somos conscientes de lo peligroso qué es que unos iluminados estén maquinando formas de que no aumente la población. Existe un objetivo fundamentado en el transhumanismo de que a largo plazo no haya nacimientos ni fallecidos en el mundo. De ahí el interés de ciertos magnates, como Bill Gates o Jeff Bezos, en invertir en compañías abortistas y en investigaciones de modificación genética para combatir enfermedades.

Lo preocupante es pensar que quizá haya mentes más perversas que trabajen en sutiles métodos para erradicar a un porcentaje de la población. Puede parecer disparatado lo que digo, pero de la política contraria a la vida a la de la muerte hay una peligrosa línea. Es surrealista que alguno se vanagloria de no tener hijos enmascarado de un falso activismo. El derecho a la vida ha dejado de ser un derecho para convertirse en un privilegio, y ahora parece que hay que pedir perdón por querer formar una familia; una como la de Bill Gates, por cierto.