Ahora que ha muerto Nuccio Ordine y lo inútil ha dejado de tener su utilidad, me veo obligado a empezar citando a Huntington y su choque de civilizaciones. Yo este último sábado iba en el coche con mi hermano y varios amigos camino a una barbacoa. El maletero lo llevábamos repleto de carnes, como si aquello fuera el alijo de Jack el destripador. La barbacoa se me antojaba antológica, porque uno lleva meses en el Líbano malcomiendo pollo frito y, en fin, mi estómago pedía ya morcilla de burgos.

En éstas, cuando apenas quedaban tres minutos para llegar a la finca en cuestión —me llamó un amigo para decir que las brasas estaban ya en su punto óptimo—, nos vimos escoltados, rodeados y asaltados por dos motoristas de la Guardia Civil. Diré en primer lugar que yo por la Benemérita siempre he sentido, hasta este último sábado, un respeto escrupuloso. Casi admiración. Pero hoy, con una multa de más y doscientos euros de menos, me veo obligado a rectificar esta filia mía tan poco justificada.

Con uno delante y otro detrás, pues, nos vimos detenidos en un arcén de los aledaños de Pozuelo. «Buenas tardes, caballero. Usted no lleva puesto el cinturón». Yo respondí que buenas tardes, señor agente, que vaya por Dios, que menudo despiste, y que perdón por lo evidente. «Es usted de los pocos que no se ha puesto nervioso cuando les hemos rodeado. Otros se ponen el cinturón corriendo, procuran disimular, pero usted no. ¿Por qué no lleva el cinturón, caballero?», me espetó. Por unos segundos dudé en fingir una tara en el habla, o en el pensar, o en ambas a la vez. Tengo un amigo que cuando no sabe qué hacer balbucea vocales y tan mal no le va.

Fui educado, creo, al explicarle que llevo medio año viviendo en Oriente Medio y allí no hay cinturones. Citaba antes a Huntington y su choque de civilizaciones porque en el Líbano, en el mejor de los casos, los coches llevan el cinturón cortado, roto, o acaso atado por debajo del asiento. Y estos meses me han servido para olvidar, ay, la tonta manía occidental de cumplir escrupulosamente la ley. La explicación pareció convencerle, pero el agente, con una sonrisa, sentenció: «Si yo le entiendo, caballero. Y seguro que los camellos no tienen cinturón tampoco. Pero esto es España y aquí hay una ley que cumplir».

Por eso esta mañana, endeuado yo con el estado, me acordaba de aquella anécdota de Lola Flores y su grito de auxilio: «Si una peseta me diera cada español…». Yo, por cosas de la modernidad, no acepto pesetas sino bizums, para pagar esta multa que siempre me recordará que ya he vuelto a España. A veces cumplir la ley, por absurda que sea, resulta de gran utilidad. Y pienso que Ordine estaría orgulloso de esta jurisprudencia tan nuestra: una ley que entroniza lo inútil y desprecia lo pragmático.

Pablo Mariñoso
Procuro dar la cara por la cruz. He estudiado Relaciones Internacionales, Filosofía, Política y Economía. Escribo en La Gaceta, Revista Centinela y Libro sobre Libro. Muy de Woody Allen, Hadjadj y Mesanza. Me cae bien el Papa.