Quantum, constructivismo y el fluir del poder

Se podría decir que toda disciplina del conocimiento persigue, en última instancia, la capacidad de anticipar el porvenir. No basta con descifrar los fenómenos visibles ni con comprender las fuerzas que rigen el mundo; la verdadera razón detrás de la investigación y el desarrollo de modelos, con todo el peso financiero y humano que ello implica, reside en la posibilidad de prever —aunque sea de forma parcial— lo que sucederá bajo determinadas condiciones. En ello radica su auténtico valor económico y social: en dotar a las sociedades de herramientas para organizarse con coherencia, para alinear sus pasos con la realidad y moldear su destino en lugar de ser arrastradas por él. Es decir, las diferentes ciencias amplían los horizontes de la acción humana y permiten a los individuos desarrollar (aumentar la eficacia de las acciones humanas) y planificar (optimizar las acciones humanas según las condiciones de un entorno en constante transformación). No es un ejercicio trivial traer esto a la memoria, pues en ello late la esencia misma del anhelo humano por el conocimiento: no sólo entender el mundo, sino doblegar, aunque sea levemente, la incertidumbre que lo envuelve.

José Ortega y Gasset, en Meditaciones del Quijote, reflexiona sobre cómo «yo soy yo y mi circunstancia», porque aunque los objetivos puedan parecer compartidos, el contexto y el camino de cada persona son únicos. En su diversidad, las aplicaciones prácticas nos ofrecen modelos para anticipar fenómenos naturales en la física, y en otras con crecientes protagonismo en las portadas de los periódicos, como las relaciones internacionales, se buscan patrones que permitan comprender y, en cierta medida, predecir el comportamiento de los Estados en el tablero global. En este caso, no es necesario recurrir a complejas ecuaciones diferenciales para identificar las fuerzas que moldean el orden mundial, pero sí es posible aislar ciertos elementos medibles y analizables que influyen en su evolución.

Quantum, constructivismo y el fluir del poder (I)

Relaciones internacionales

Las relaciones internacionales y la geopolítica ofrecen numerosas teorías para explicar el comportamiento de las naciones dentro del orden internacional. Durante décadas, las teorías de relaciones internacionales estuvieron dominadas por enfoques estructurales, en los que el comportamiento de los Estados se explicaba a partir de reglas objetivas, como la competencia por el poder (realismo) o la maximización racional de intereses (liberalismo). En estos modelos, los electrones se comportaban de manera predecible, siguiendo una lógica casi mecánica dictada por la estructura del sistema internacional. En este caso, electrones y países como términos intercambiables. Sin embargo, a finales del siglo XX, el constructivismo irrumpió con una idea disruptiva: no son sólo las condiciones materiales las que determinan el comportamiento de los Estados, sino también las ideas que éstos tienen sobre sí mismos y sobre los demás. Las normas, los discursos y las identidades no son accesorios en la política global, sino su tejido mismo, moldeando lo que los actores perciben como posible o legítimo.

Esta forma de entender el conductismo a una escala país implica necesariamente dotar de un factor visiblemente caótico a las decisiones de los líderes. Podríamos incluso expresarlo como una función de onda que colapsa dependiendo de unas variables en un momento determinado: el factor humano. Y como el ser humano es también producto de su condicionamiento, es por fuerza y necesario incluir una variable de entorno. El entorno actúa a través de la cultura, casi como un observador tácito, transformando esa variable determinante: la sensibilidad al cambio, el grado de rigidez o fluidez ante lo inesperado. Si quisiéramos traducirlo a un lenguaje más abstracto, podríamos decir que cada nación tiene un coeficiente propio de adaptación, una resistencia o predisposición al movimiento, un ritmo interno que define su manera de posicionarse en el escenario internacional.

En un paisaje global en constante cambio, es posible concluir que la perspectiva cultural de cada Estado no sólo moldea de forma evidente su política interna, sino que también guía las decisiones que determinan el rumbo de naciones enteras interconectadas. Así, en determinadas culturas observamos una mayor predisposición natural hacia asumir el orden internacional y en otras de intervenirlo. Según la teoría de la Reactancia Psicológica de Brehm, observamos cómo los individuos reaccionan ante restricciones a su autonomía. Algunos países muestran también una alta reactancia frente a estructuras percibidas como limitantes e intentan reformarlas. Otros optan por deambular dentro de esas restricciones y aprovecharlas a su favor sin una confrontación directa, por ejemplo la China post globalización 2000. La fórmula del locus de control de Julian Rotter nos dice algo similar: cuánto percibe el individuo que los eventos en su vida están determinados por factores internos (su propia acción) o externos (fuerzas fuera de su control). En este caso, un locus de control externo predominante, asume el orden como algo que debe ser aceptado y al que es mejor adaptarse, algo que China ha mostrado en numerosas etapas de su historia.

Estos ultimos ejemplos muestran una clara tendencia hacia lo que conocemos como el fluir: una sabiduría que rehúye la rigidez ante lo incontrolable, que privilegia la observación serena sobre la reacción impulsiva, la adaptación sobre la confrontación, la confianza en el tiempo sobre la prisa del momento. Rasgos que, lejos de ser meras cualidades individuales, emergen de un sustrato cultural profundamente arraigado. Moldean no sólo el carácter de quienes gobiernan, sino también la forma en que sus naciones se insertan en el entramado de las relaciones internacionales. Y es así como la cultura, silenciosa pero implacable, se convierte en una fuerza estructurante que trasciende fronteras, modela la política global e influye en la economía de un mundo cada vez más interconectado.

Braudel, en su monumental obra El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II y en La historia y las ciencias sociales, introduce la idea de la longue durée (larga duración), de oportuna aplicación también a la geopolítica y algunos países como China. Este concepto plantea que, más allá de los eventos políticos inmediatos (historia episódica), existen estructuras profundas—como la geografía, la cultura y las economías de larga duración—que modelan el devenir histórico de manera mucho más determinante y persistente.

Occidente vs China

Si el constructivismo nos dice que las relaciones internacionales no están grabadas en piedra, sino que son producto de la interacción social y la evolución de ideas, entonces la historia de los sistemas globales no es una sucesión inevitable de eventos, sino el resultado de narrativas en disputa. El poder ya no radica sólo en la capacidad militar o económica, sino en la habilidad de dar forma a significados compartidos. La pugna entre Occidente y China no es ya ni únicamente un choque de intereses estratégicos, sino también una batalla entre visiones del mundo. Mientras que el modelo occidental ha sido históricamente binario —orden o caos, aliados o enemigos—, la perspectiva china, influenciada por su tradición filosófica, tiende a concebir el cambio como un flujo continuo, donde el equilibrio no se impone, sino que se negocia con el tiempo.

En 2025, el Orden Internacional Occidental —o al menos la narrativa que lo sustenta— parece haber encontrado un contrapeso lo suficientemente poderoso y disruptivo como para modificar su hoja de ruta. Esto, en el propio Occidente, genera reacciones emocionales intensas, producto de un condicionamiento cultural que asocia estabilidad con permanencia y que ve la rigidez estructural como garantía de orden. En Asia, y particularmente en China, esta percepción es distinta. Si hay algo que el constructivismo ayuda a explicar es cómo la cultura y las narrativas históricas modelan enfoques completamente diferentes de la realidad internacional.

La política exterior china, en este sentido, parece responder a una lógica según la que el cambio no se combate, sino que se navega. No se trata de pasividad ni de indiferencia, sino de una estrategia en la que la observación y la adaptación tienen más peso que la confrontación directa. Y aunque esta forma de actuar a menudo desconcierta a quienes interpretan la política global en términos de acción-reacción inmediata, lo cierto es que responde a un principio profundamente arraigado en su historia: el equilibrio no se impone, sino que se alcanza con el tiempo.

Merece la pena rescatar el famoso texto de David Bohm: «La realidad no es algo fijo y acabado, sino un proceso en constante desarrollo. Lo que percibimos como real es una proyección de nuestra mente, que fragmenta y organiza el flujo continuo de la existencia en conceptos y formas separadas. Sin embargo, en un nivel más profundo, todo está interconectado en un orden implicado, un todo indiviso que se despliega y repliega constantemente. Nuestra conciencia no es un mero espectador, sino que participa activamente en este proceso, moldeando y siendo moldeada por la realidad que experimentamos».

La historia no pertenece a quienes reaccionan con furia, sino a quienes saben esperar su momento. «El agua desgasta la piedra no por su fuerza sino por su resistencia», dice el Tao. Pase lo que pase, es probable que China continúe apostando por el largo plazo, evitando reaccionar con la misma rigidez con la que Occidente percibe los cambios en el orden global. No significa que no existan líneas rojas ni que no haya momentos de tensión, sino que la respuesta china seguirá estando más alineada con la paciencia estratégica que con el choque frontal. En un mundo donde la política internacional a menudo parece moverse a golpe de impulsos, esta manera de operar se asemeja más a una variable cuántica: no fija, no predecible en términos absolutos, pero siempre presente, influyendo en el resultado final.

Diego Uriel
Profesor de geopolítica e inteligencia económica especializado en Asia-Pacífico y anterior analista para la promoción de Inversiones en la Oficina Económica y Comercial de España en Pekín. Actualmente dedica su tiempo al análisis internacional, al desarrollo de nuevas fórmulas de cooperación entre países de altos y bajos ingresos, y, por encima de todo, a tratar de etender el mundo que nos rodea desde la perspectiva de la incomplacencia humana.