Quantum, constructivismo y el fluir del poder (I)

Claves para desentrañar el posicionamiento de la cultura asiática en el siglo XXI

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En 2022, Alain Aspect, John Clauser y Anton Zeilinger recibieron el premio Nobel de Física por sus experimentos pioneros con fotones entrelazados: el universo, tal como lo concebimos, no es «localmente real», dijeron. Esto significa que las partículas no tienen propiedades definidas hasta que son medidas —observadas—. Pero «propiedades» es una palabra muy amplia. En un lenguaje más coloquial, podemos decir que no tienen una «posición determinada». En otras palabras, no están en un lugar fijo hasta que alguien las observa.

Que el mundo es extraño es algo a lo que muchos, quizás afortunados, estamos ya habituados. Los descubrimientos de la física cuántica no hacen más que reforzar esta idea. También sabemos ahora que las partículas están conectadas de formas que desafían las explicaciones clásicas, como si estuvieran dotadas de una especie de «telepatía», destruyendo así las famosas desigualdades de Bell. Esto nos lleva a considerar que los objetos distantes no son completamente independientes y que la información puede «viajar» a una velocidad mayor que la de la luz.

Quidquid id est, estas conclusiones no sólo redefinen nuestra comprensión del universo, sino que también nos obligan a replantearnos lo que creemos que es «real». Habrá que parafrasear a Einstein, pero en este caso para llevarle un poco la contraria en su famosa frase de que «Él (Dios) no juega a los dados con el universo».

Quantum, constructivismo y el fluir del poder (y II)

Con todo respeto al rey de la física, lo cierto es que fue el propio Einstein quien eliminó la distinción entre qué es y qué parece ser con su teoría de la relatividad general. Antes de la mecánica cuántica, la física se centraba en relaciones de causa y efecto, donde cada acción tenía un resultado específico: si «A» entonces «B», si «X» entonces «Y». Sin embargo, la mecánica cuántica —con el famoso experimento de la doble rendija, entre otros— reveló que, al realizar una acción, el resultado no está determinado de antemano, sino que sólo puede describirse en términos de probabilidades, lo que desafía directamente la certeza predicha por las matemáticas y las leyes de la física clásica.

Aquí radica una paradoja: nuestros cerebros, limitados por los cinco sentidos y una percepción que hemos establecido inconscientemente como referencia indiscutible de la inteligencia natural, simplemente no pueden aceptar la verdadera magnitud de la realidad cuántica. Nadie negará que los avances de la ciencia moderna en los últimos 300 años son notables, pero hemos llegado a un punto en el que nada tiene sentido bajo los paradigmas clásicos. Y negarlo sería un sinsentido. Parece como si la existencia misma del universo dependiera, de algún modo, de la presencia de observadores conscientes.

Qué significa realmente «observar» en términos cuánticos

La interpretación de Copenhague, formulada por Niels Bohr y Werner Heisenberg, sugiere que antes de la medición las partículas existen en un estado de superposición, donde todas las posibilidades coexisten simultáneamente. Sólo cuando se realiza una observación —es decir, cuando el sistema interactúa con un aparato de medición— la función de onda colapsa y el sistema adopta un estado definido. Algunos físicos han llevado esta idea al extremo, sugiriendo que es la conciencia misma la que provoca el colapso, es decir, que sin un observador consciente, la realidad tal como la concebimos no existiría. Esta visión, aunque filosóficamente provocadora, sigue siendo objeto de debate, pues no hay evidencia concluyente de que la mente humana tenga un papel privilegiado en este proceso.

Otras interpretaciones sugieren que el colapso de la función de onda no requiere un observador consciente. La interpretación de los muchos mundos (IMM), defendida por Hugh Everett, postula que cada vez que se realiza una medición, el universo se divide en múltiples realidades paralelas, cada una correspondiente a un posible resultado. Según esta visión, no hay un colapso real, sino una ramificación del universo en la que cada resultado posible ocurre en un mundo diferente. Por su parte, la teoría de la decoherencia ofrece una explicación más pragmática: la interacción de una partícula con su entorno (por ejemplo, con otras partículas o con la radiación) es suficiente para hacer que su comportamiento parezca clásico, eliminando la superposición sin necesidad de una «observación» en el sentido tradicional. En cualquiera de estos casos, la lección fundamental sigue siendo la misma: la realidad a nivel cuántico es mucho más extraña y esquiva de lo que nuestra intuición clásica nos haría pensar.

¿Hasta qué punto es posible distinguir entre sujeto y objeto?

Estas interpretaciones no sólo desafían nuestra intuición sobre la naturaleza de la realidad, sino que también cuestionan la noción misma de objetividad. Si el acto de observar altera lo observado, si la medición define lo que consideramos real, si esa medición es lo que determina el estado definitivo de un sistema cuántico, dejando atrás su superposición de posibilidades. La medición no es sólo un acto de descubrimiento, sino un proceso que define lo que consideramos real. Entonces ¿hasta qué punto se puede seguir distinguiendo entre sujeto y objeto? ¿Hasta qué punto es válida esa separación? La física cuántica nos obliga a abandonar la comodidad del determinismo clásico y a aceptar que, en el nivel más fundamental, la relación entre el observador y lo observado es intrínseca e inevitable.

En definitiva, la relación de causalidad que fundamenta nuestra comprensión del cosmos en Occidente, es, por definición, dualista: el «yo» y «lo demás», la separación entre el observador y lo observado. Sin embargo, la mecánica cuántica nos dice que tal separación no existe, o al menos no como pensábamos. Según las matemáticas, el observador ya no es sólo un ente pasivo sin consecuencias.

Curiosamente, estas reflexiones sobre la relación entre el individuo y el universo no son exclusivas de la física moderna. Desde hace siglos, numerosas culturas asiáticas han concebido una realidad en la que la distinción entre el sujeto y el mundo que lo rodea es, en última instancia, ilusoria. En estas tradiciones, la interconexión entre todas las cosas es un principio fundamental, tan arraigado en su cosmovisión como lo están en Occidente los ideales de fraternidad, igualdad y libertad, forjados en la Revolución Francesa. No se trata, por supuesto, de formulaciones matemáticas como las que desarrollaron Heisenberg o Schrödinger, sino de principios expresados en términos filosóficos y metafísicos, pero que, a la luz de la mecánica cuántica, parecen haber captado intuitivamente una verdad profunda sobre la naturaleza del universo.

Una de las explicaciones más antiguas y permanentes se dio en la India: El Advaita Vedānta, la escuela no dualista más influyente dentro del Vedānta, sistematizado por el filósofo Adi Shankaracharya en el siglo VIII d.C., desarrolló la doctrina no dualista india. Esta doctrina encuentra sus raíces en los Upanishads, textos que forman la parte final de los Vedas y que se compilaron entre aproximadamente el 800 a.C. y el 200 a.C.; Según esta tradición la única realidad es Brahman (la realidad última), la conciencia pura y no dual (advaita), mientras que el mundo fenoménico es Māyā, una ilusión donde la realidad no es más que una interpretación de la mente, es decir, la observación crea la realidad

Shankara en el siglo VIII de Nuestra Era ya proclamaba que la distinción entre el yo y el universo es ilusoria, que todo es una única realidad indivisible. El Advaita Vedanta es hoy una escuela de hinduismo, una visión donde no hay separación real entre el «yo» y el universo, sino que todo es una sola realidad.

En la misma región, aunque más hacia el norte (hoy Nepal), nació hace unos 25 siglos un príncipe que difundió y desarrolló un concepto similar al de los Upanishads: la vacuidad o Sunyata. La idea de que lo que observamos no posee una esencia fija o independiente, sino que depende de causas, condiciones y relaciones con otros fenómenos.

Estas ideas culminan en lo que se conoce como impermanencia. Si nada existe por sí solo, nada es también todo; forma es vacío, y vacío es forma. Todo está en constante cambio. Sin embargo, esta filosofía emergió en un contexto en el que el budismo ya había florecido durante siglos, desafiando las nociones del yo y de la esencia intrínseca con su concepto de śūnyatā (vacío), según el cual nada posee existencia independiente. En cierto modo, el Advaita Vedānta surge como una respuesta a esta visión, argumentando que la realidad última no es el vacío absoluto, sino una conciencia pura e inmutable: Brahman.

Curiosamente, en China se encuentra la también coetánea teoría de la «interconexión universal», o yin y yang, que popularizó el taoísmo. De forma similar que los textos de los Upanishads y el budismo, enfatiza la interdependencia de todas las cosas y la ilusión de la separación entre el yo y el universo. El taoísmo sostiene que todo en el cosmos está en constante flujo y cambio. El yin y el yang representan fuerzas opuestas, aunque son en realidad complementarias y necesarias para la armonía del todo.

Otra visión del mundo

La física cuántica nos deslumbra por un instante, sacude los cimientos de nuestra razón y nos hace dudar de lo tangible. Pero la ratio humana o anthrópinos lógos no tarda mucho en recobrarse, en imponerse con su peso de siempre. Casi por inercia, volvemos a esa visión antigua y apacible donde lo real es lo que se ve, donde el universo es algo externo, ajeno, regido por leyes inmutables que nos otorgan la ilusión de un orden imperecedero.

La noción de que todo está en constante transformación, profundamente arraigada en el imaginario y la conciencia colectiva de muchos países asiáticos, puede parecer la fórmula perfecta para una buena dosis de ansiedad, pero si se observa con más detenimiento, veremos que en Occidente emitimos una energía característica, que estas culturas asiáticas conocen como «aferrarse a una supuesta permanencia de las cosas». Aunque, como ya hemos visto, la permanencia no existe.

Esta visión del mundo, tan flexible y profundamente arraigada en el contexto, se erige como la clave para desentrañar el posicionamiento de la cultura asiática en el siglo XXI. Refleja la forma singular en que sus pueblos piensan, comprenden y perciben la realidad que los rodea, un enfoque que, inevitablemente, se extiende a la conducta y la filosofía de sus políticos. Algo que gobierna de forma indefectible la relación con otros países. La política internacional.

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