Estamos anestesiados en la era del eslogan, del mensaje pegadizo, de la palabra hueca. Vocablos anodinos llenos de sentimentalismo y vacíos de fundamento, de principios que constituyan la realidad tangible dotándola de trascendencia. Al utilizar una palabra que no representa en la práctica lo que se quiere definir, se corre el peligro de alterar la importancia de esa gramática. Una que, en la mayoría de las ocasiones, al servicio del mejor postor, pretende tergiversar los hechos mediante la coartada de unas llamativas palabras comodín con las que llevarse el aplauso fácil de los palmeros.

Es una de las consecuencias del populismo, propaganda que siempre ha existido pese a que algunos pretenden verlo como una novedad de nuestro tiempo. Lo que se llamaba mentira primero lo definieron como posverdad y después se refirieron a ello como populismo. Pensarán a lo mejor, que deconstruyendo la atribución lingüística del engaño dejará de considerarse una conducta pecaminosa e inmoral. Desgraciadamente, parecen surtir efecto esas demagogias comunicativas y calan las falacias de aquéllos que no hacen más que dar falso testimonio. La ciudadanía vota a los dirigentes capaces de erizarles la piel sin importar que esos discursos sean ciertos o no. Aprovechándose de los marcos mentales surgidos de un ambiente polarizado.

«Nos han robado dos años de libertad», señalaba un buen amigo a través de un audio de WhatsApp refiriéndose a las restricciones de la pandemia. Es esa libertad, la que se ve prostituida cada vez con más frecuencia. Se tiende a confundir soberanía con libertinaje como consecuencia de que, al no dotar a esa libertad de unos valores superiores, todo lo que suponga un bloqueo a esa carta blanca se califica de represión. Aprovechándose de esa palabra fetiche surgen en su lugar candidaturas cargadas de manipulación como la de Isabel Díaz Ayuso. Perversión de una garantía liberal tergiversando el panorama, vislumbrando un ambiente despótico. «Nos querían quitar la libertad», dijo Ayuso en el balcón de Génova 13 allá por mayo de 2021 tras ganar las elecciones. Es evidente que los dirigentes tiránicos y narcisistas han aprovechado la coyuntura para restringir parte de nuestras libertades, pero no conviene caer en la exageración. Hipérbole que es la antesala del blanqueamiento del peligro que desarrolló Arendt en La banalización del mal. Nosotros, los mimados occidentales no tenemos ni la más remota idea de lo que es estar cautivo. Alegar el sufrimiento de la opresión cuando no se está esclavizado es despreciar el sufrimiento de los secuestrados. La palabra libertad está tan manoseada que ahora cualquiera se considera liberal a pesar de que con sus acciones no dejen de socavar esa independencia que presumen defender.

Lo mismo ocurre con la paz. Emblema tan machacado que se le otorga a personajes que han explotado la concordia allá por donde han ido. Uno de ellos es Arnaldo Otegui y su discurso de monje benedictino. Sus acólitos lo bautizan como un hombre de paz cuando durante años ha encabezado una organización que ha secuestrado la armonía de los pueblos patrios. Rincones asolados por la destrucción, la muerte y la sangre mientras los gerifaltes mundiales se empeñan en repetir el mantra de que nunca hemos vivido tiempos tan livianos. ¿Qué pasa con la guerra de Siria o el conflicto de Afganistán? ¿Quién se ha preocupado de Ucrania los años anteriores a la controversia actual? Todo era paz y armonía hasta que alguna mano negra encontró intereses ocultos. No es que haya concordia, lo que sucede es que las potencias occidentales han alejado las campañas bélicas de sus fronteras. Somos expertos en rivalizar con nuestros enemigos en suelos neutros para que sean otros los que sufran las consecuencias de la guerra y después abandonar la misión dejando la casa sin barrer. Soledad de los ucranianos que, como señala el coronel Pedro Baños, se dará cuando a Estados Unidos y sus aliados les deje de interesar.

Esas democracias occidentales representan un eufemismo en sí mismas. La democracia ha perdido todo fundamento porque se ha dejado de sustentar en el Derecho natural, en el derecho romano y en el humanismo judeocristiano. Cuando detonas las bases del sistema que protege nuestra civilización, se avecina el fin de nuestro mundo. Son muchos los autores que auguran la caída del Imperio posmoderno basados en el desprendimiento de los valores naturales y espirituales. Es ese ostracismo el que hace que se produzcan surrealismos como el que sucedió la semana pasada en el Congreso y un error humano propició la herejía de que el sistema parlamentario no homologase la voluntad legislativa. ¿No existe ningún tipo de garantía que evite esos fraudes democráticos? Es lo que tiene ceder todo a un término inocuo sin personalidad.

Convivimos en una existencia insulsa en la que todo es artificial, sin contenido, disimulado eso sí, con un atrezo ideado para que los nihilistas mantengan la paranoia de tener fe en algo.