Existe un abismo intergeneracional entre los boomers, millennials y la generación Z. No nos comprendemos los unos con los otros, los años, que no pasan en balde, han quemado todos los puentes posibles para que las diferentes edades se comprendan entre sí. Todos luchan por sus propios intereses sin que haya un ápice de amago para comprender a los otros. Los de los 70 hacia atrás tienen un relato y los jóvenes asumen el suyo propio lleno de victimismo e incomprensión; ellos son la mejor generación de la historia y los veteranos se indignan con la juventud llorona, quejica y mimada. No hay grises, puntos medios, ojos críticos, cada uno ha venido a hablar de su libro.

Creo que a veces nos faltan ciertas dosis de realismo. Mi generación, la Z, y la pasada, no son la mejor preparada de la historia. Estoy de acuerdo con lo que escribía al respecto David Cerdá en La Gaceta; somos la generación más formada, no la más preparada. No hacer autocrítica representa el peor de los favores que nos podemos hacer. Nos consolamos echando la culpa a las circunstancias contextuales, sí, pero avanzaremos poco si no somos capaces de mirarnos en el espejo y poner los pies en el suelo. El nivel de muchos de los de mi quinta es verdaderamente bajo, titulados en miles de carreras, pero suspensos en la madurez intelectual necesaria para caminar por la vida. De ahí viene mi crítica velada al concepto meritocrático de que aprobar un grado universitario te capacita para trabajar; es mentira, conozco a muchos compañeros de Universidad que tienen su orla en la pared y tienen lo justo para pasar el día. Son carne del sistema, formados para producir, no para pensar o liderar. Ese baremo es tan bajo que uno de los motivos más allá del económico por el que se va a retrasar la edad de jubilación es lo verdes que están algunos de mis correligionarios que dan el salto al mundo laboral; tienen una preparación deficiente para que haya un relevo generacional.

Más allá del aspecto de capacidad, muchos de mis colegas y conocidos están atravesando crisis de ansiedad ante la presión del mundo real; es la generación de cristal que iba a comerse el mundo, pero en cuanto salió del caparazón se rompió. Que sí, que tienes dos carreras, tres másteres, un MBA y un C1 en mandarín, pero no tienes ni idea de la vida. Te has tirado horas y horas encerrado en tu habitación estudiando, te han subido tres dioptrías, tienes hemorroides y estás más blanco que la leche; da igual, la realidad es que sigues siendo un crío inmaduro cuyo único proyecto a largo plazo es ese viaje a Nueva York.

Después tienes a los boomers, que muchos se benefician de que sus herederos generacionales están más empanados que los filetes que hacía su madre, para sumirles en una especie de pseudo esclavitud. «La precariedad laboral no existe, lo que pasa es que vosotros sois muy blandos», repiten una y otra vez muchos de los de la quinta de mis padres en cuanto planteas el dilema. Está claro que mi generación es una panda de niños acomodados que sufrían eco-ansiedad por pasar dos meses encerrados en el confinamiento con la nevera llena y Netflix, pero eso no quita que exista cierto oportunismo de empobrecer su trabajo. Pobreza que se ha romantizado deconstruyéndola con anglicismos para que no nos pongamos en hacha de guerra. Eso sumado a la anestesia intelectual de muchos, han impedido que se produzca una rebeldía o reacción ante el desastre. Estamos para que se produzca otro 15-M, una gran renuncia, pero no lo hacemos porque ese infantilismo y decadencia generacional bloquean todo instinto de intentar progresar; pobres, inmaduros, incapaces. Somos los tontos útiles del sistema.