Según hemos despedido a quienes hicieron y vivieron nuestra última guerra civil, la reconciliciaón que ejercieron y promovieron se ha ido diluyendo en un odio viejo y nuevo. Aquella generación, seguremente la mejor de nuestra historia, nos dejó como herencia un perdón traicionado por quienes nunca sufrieron la verdad de las trincheras, las checas, los paseos, el hambre.
Hoy, quienes creímos que no venían a iniciar más guerras y a acabar con aquéllas en curso, nos empujan a enfrentamientos en desiertos lejanos y montañas remotas de los que sabemos que nada harán para mejorar la vida de nadie, salvo de quienes los alientan desde sus despachos.
No acabarán con los problemas de quienes están allí ni de quienes permanecemos aquí, en una paz cada día más débil por la sombra de una guerra global, declarada porque sí a la gente corriente.