Dicen que la primera vez duele, pero en mi caso no fue así. Más bien lo sentí como una medalla que a partir de ese momento me podría poner en el pecho como un símbolo del trabajo bien hecho. No voy a negar que se apoderaron de mí un sinfín de emociones: desde el asombro, la satisfacción y el placer hasta el miedo, la incertidumbre y el enfado. Hasta ese preciso momento jamás lo había experimentado en mis carnes, pero de oídas conocía el procedimiento y los pasos que tenía que seguir para —más o menos— controlar la situación. La mayoría de las personas de mi entorno ya habían pasado por ese trance y, por su puesto, yo no iba a ser menos. Estaba claro que era algo que tarde o temprano iba a suceder, pero la verdad es que uno nunca está preparado para estas cosas.

Lo cierto es que te censuren por primera vez por «discurso de odio» en las redes sociales es una vivencia de esas que no olvidas, que marcan un antes y un después. No es hasta ese instante cuando notas encima de ti el peso del gigante de la corrección política que lo aplasta todo a su paso. Y así fue como, arrasando por las redes, se topó con el vídeo de una chica que sólo advertía de la hipocresía existente en torno al tema de Djokovic y las leyes de inmigración. Y como para no hacerlo, pues era un disparate: los sectores que habitualmente defendían las fronteras abiertas sin ningún tipo de control, ahora se rasgaban las vestiduras con la posibilidad de que una persona sana entrase en Australia sin cumplir el requisito de estar vacunado. La incoherencia estaba servida y el mensaje lanzado era muy claro: la aplicación de las normas es legítima o ilegítima en función del color de piel o del nivel de renta de una persona, lo cual es una aberración.

Me imagino que esas palabras de una chica cualquiera en una red social cualquiera debieron de herir la sensibilidad de los débiles de mollera a los que la verdad se les antoja desagradable. De modo que, atendiendo diligentemente a la petición de auxilio, el monstruo de la censura acudió al rescate y retiró mi vídeo. Sin embargo, como decía al principio, la reprimenda me la tomo como una señal de que mi mensaje ponía de manifiesto una contradicción para la que el team progre todavía no estaba preparado. No es mi problema que mis palabras hayan podido ofender a alguien. Ni aunque lo hiciesen. Tengo claro que tanto la ofensa como el insulto están amparados por la libertad de expresión. Esto no quiere decir que yo, personalmente, esté a favor de las malas formas porque en la medida de lo posible intento ser educada y correcta —aunque mordaz— en todo lo que hago.

También soy consciente de que esta idea es impopular en la era de las fake news, los verificadores de información y, en definitiva, de esta inquina con la libertad de expresión, pero veo tan claro que, en lugar de acallar al que opina distinto —que bien puede tener la razón o bien puede no tenerla— habría que darle un enorme altavoz para que, fruto de la confrontación con la otra hipótesis, se enriqueciesen ambas posturas con la finalidad de alcanzar el verdadero conocimiento. De hecho, el otro día tuve la ocasión leer en el último libro de Jano García El rebaño una maravillosa cita de Stuart Mill que viene al pelo: «Si la opinión es verdadera se les priva de la oportunidad de cambiar el error por la verdad; si es errónea, pierden lo que es un beneficio no menos importante: la más clara percepción y la impresión más viva de la verdad, producida por su colisión con el error». No obstante, por lo visto es mejor hacer «cosas chulísimas» como recuperar el modus operandi de la Inquisición, elaborar una especie de lista de temas y discursos prohibidos y matar el juicio crítico.

Total, a quién le importa lo que dicen esos desalmados del team facha…