De modo similar a Gistau, que se propuso dividir Madrid en zonas en función de si sus bares ofrecían magdalenas o muffins, yo, que soy más egoísta, me propongo dividirla a partir de un criterio que me afecta directamente: si sus bares tienen, o no, máquina de tabaco. Y no sólo porque me moleste tener que levantarme a buscar un estanco —o un bar decente— mientras tomo algo en una terraza, sino porque mantener la máquina de tabaco, en este tiempo de despotismo sanitario, es todo un hito.

Si se convirtiera en persona, creo que el bar sin máquina de tabaco votaría a Ciudadanos o a algún partido similar. Al centro centrado, vaya. Al del diálogo y el consenso. Al de todas las opiniones, menos las que me parecen fascistas, son respetables. Por supuesto, sería liberal, uropeo —porque la soberanía nacional sólo provoca guerras— y progresista. Pero del progresismo cool, no del de Pablo Iglesias, que es un comunista que no ha trabajado en su vida.

Julito me va a acusar de repetirme en cuanto lo lea, pero todavía no he insistido bastante: hay que proteger las máquinas del mismo modo que hay que proteger el tabaco y al fumador. Porque hoy fumar es signo de sana rebeldía contra una élite médica que pretende decirnos cómo vivir y que ahora, con la pandemia, ha reclamado también legislar; contra una élite política que, al tiempo que trata de recaudar con los abusivos impuestos sobre el tabaco, procura que nadie comience a consumirlo para ahorrar así dinero en operaciones de pulmón; contra una élite social que discrimina a los fumadores. Ningún otro colectivo es perseguido tan descaradamente. Es más, si algún otro lo fuese, los activistas por los derechos humanos saldrían a las calles, indignadísimos, a protestar. Se paralizarían las ciudades y se romperían escaparates en Nike y Louis Vuitton. Abrirían con ello los telediarios y ocuparía todas las portadas en prensa. Los políticos de los parlamentos nacionales e internacionales se rasgarían las vestiduras y prometerían la promulgación de decretos que acabaran con tamaña injusticia. Seguramente, hasta habría una niña, de unos doce años, que surcase el Atlántico para protestar. Pero nada de esto pasa.

Así que he optado por seguir a mi manera el ejemplo de Gistau: él llevaba a sus hijos a jugar al fútbol a barrios en los que los bares ofrecían magdalenas; yo no pagaré un solo café en un bar que no tenga máquina de tabaco. Y mucho menos, claro, en aquellos que han prohibido fumar en la terraza con la excusa del virus. Eso ya es ensañamiento.