Mira que pongo ante ti dos caminos, la vida y el bien, la muerte y el mal…
Juegan los escritos bíblicos en distintas ocasiones con la imagen de que hay momentos de la vida del hombre en los que se encuentra en una encrucijada de elección. En sus imágenes no esconde «la Palabra» que hay elecciones que son de muerte y mal, que el hombre ha de elegir con cuidado, y que no todo lleva a la vida y al bien.
Una aseveración tan evidente como esa tiene sus dificultades. Parece claro.
La primera es que no siempre —por no decir que casi nunca en este tiempo líquido y posmoderno nuestro— se calibran las decisiones por el bien o el mal que traen, sino más bien por la inclinación y apetencia momentánea, el impulso, la emoción, el sentimiento o el viento que nos llega en cada momento. Y así nos va.
La segunda es que a veces no se da cuenta uno siquiera que está en ese tiempo vital en el que toca decidir. Que ni siquiera comprendemos que estamos en encrucijadas. Esto tiene que ver con la tendencia a la superficialidad de nuestro tiempo, con el no detenerse a respirar ni mirar con hondura. Con simplemente seguir adelante sin parar, sea el camino que sea, como los animales de tiro con las anteojeras para que no varíen de rumbo. Anteojeras que en nosotros tienen el nombre de infoxicación, consumo, celeridad, productividad, tecnología, medios de comunicación, redes sociales, comodidad, publicidad, ingeniería social… No vivimos nosotros nuestra vida, nos la viven.
Pero hay más dificultades. Y no es menor que no siempre tenemos las herramientas para discernir en las decisiones. Ni tiempo para calibrar qué sería lo más adecuado. ¿Cómo hacer un juicio prudencial de lo que mejor es para uno y los otros, si hemos perdido el hábito de razonar con lógica, de anteponerse con prudencia a las posibles consecuencias, de barajar los distintos escenarios que pueden llegar o si no damos tiempo a la vida sometidos a la urgencia de lo cotidiano?
Dos caminos se muestran ante ti.
No por repetido y remarcado el juicio del tiempo que nos rodea, del mundo que nos ha tocado en suerte vivir, es poco positivo. Poco acogedor y poco humano. Aunque deseemos mirar el vaso medio lleno, aunque el optimismo sea una muestra de la esperanza teologal, las sombras del tiempo, las nubes negras que cubren el cielo, son más que muy evidentes.
No es ya que se haya perdido mucho, tanto, —¿Dónde está ahora el caballo y el caballero? ¿Dónde está el cuerno que sonaba? ¿Dónde están el yelmo y la coraza?— si no que la mirada al futuro 2030 es muy poco halagüeña. La aparente ausencia de belleza, de aspiraciones, de hondura. La extensión del control, la manipulación, la torticera posverdad. La técnica que todo lo invade con su deshumanización cruel. La ingeniería que pretende adueñarse del alma humana para deformarla al servicio y la esclavitud del poder del dinero. El engaño como principal arma de control y como motor de un supuesto continuo progreso de una supuesta cada vez mayor libertad, que no hace sino esconder el mal.
¿Qué hacer ante tan tenebroso panorama?
Dos caminos se muestran ante ti
Dos caminos que se mueven desde dos actitudes simplistas, a todos los posibles espacios que se entrecruzan entre ellas en un enorme abanico de distintas posibilidades. Dos actitudes que serían las de quienes no ven —aún…— posibilidad alguna de que esto pueda todavía mejorar y que todavía ha de empeorar más hasta que pueda transformarse —no hay hora más oscura que la de antes del amanecer…—, a la de quien ve que todo empieza ya a cambiar descubriendo brotes verdes por doquier. Ambas llevadas a su extremo son las del simplismo. La prudencia como guía de vida exige matizar ambas y ver que ni tanto, ni tan calvo. Que hay posibilidades siempre, que este mundo es el mundo querido por Dios y que puede transformarse… antes o después. Que hay mucha fuerza y vida en muchos espacios y realidades, especialmente en lo más pequeño y escondido, en lo cotidiano y permanente, en la belleza, en la familia. Pero igualmente que el enemigo es poderoso y casi omnímodo tal cual está montada la cosa, que la resistencia es débil, y que no hay sino frágiles llamas ante vendavales de control.
Dos caminos se abren ante ti.
Uno sería el bajar al barro del activismo, publicar, opinar, relacionarse, generar redes, esfuerzos, tejer alianzas, guerrear, escribir, implicarse, meterse de lleno en la transformación del mundo injusto, feo e indigno que nos rodea, plantar batalla, editar, entrevistar, predicar. Confiado en las fuerzas de la esperanza y mirando todo lo que puede nutrir la resistencia y la contrarreforma, siendo consciente que habrá que cabalgar muchas contradicciones y que a veces lo mejor puede ser enemigo de lo bueno.
El otro es el camino silencioso de la emboscadura, el de quien camina en el bosque oculto y ajeno al mundo oscuro que le rodea, sin que se le meta dentro, resistiendo en la fortaleza de su terruño. Es el camino de quien, ahora, en este momento, ante tamaño poder, no ve real alternativa posible de contrarrevolución y solo le queda la resistencia aristocrática, tratando de cabalgar el tigre para que no le devore, mientras espera el momento que se detenga o que muestre debilidad, discerniendo cuando el viento de la oportunidad puede llegar para lanzarse al combate.
Dos caminos se abren ante ti. Dos actitudes que bien entendidas son ambas hijas de la esperanza —vivimos de esperanza…— pues ambas resisten tanto a la desesperanza de que todo está perdido —aún no ha llegado el momento vs. el momento es siempre ahora—, como a la rendición de diluirse y someterse y transformarse y aceptar el mundo como nos lo quieren imponer.
Dos caminos que siempre están ahí, y que dejan una duda, ¿cuál lleva a la vida y al bien, y cuál a la muerte y el mal? Dos caminos que obligan a detenerse antes de dar un paso más.