Me encontré al portavoz de Podemos en el ayuntamiento de mi ciudad y en la amena conversación que tuvimos no pude evitar fijarme en que llevaba ataviado a su camisa negra un pin multicolor de la agenda 2030. Ahí estaba, colocado a bulto en la ropa ceñida. Tuve que mirarlo fijamente para saber que era real, no podía imaginar que un simple concejal llevase esa enseña al más puro estilo emisario europeo. Leía una entrevista en El País a un representante empresarial de Cataluña y ahí estaba él, sentado en la butaca, con las piernas cruzadas, y con el pin circular de la agenda globalista adornando su americana. «No puede ser, éste también», pensé. Fui el otro día a la Universidad y en todas las casetas de la feria de inauguración del curso académico había atisbos de la Agenda 2030. La tenemos hasta en la sopa. Al coger una de las bandejas a la hora de comer en los mantelillos de papel no faltaba el colorido redondel que nos promete a todos un mundo mejor.

Hasta la Conferencia Episcopal Española se ha postrado ante la dictadura del proyecto común. Y digo supremacía porque no puedo evitar trasladarme a épocas pasadas cuando absolutamente todas las Instituciones alemanas estaban presididas por la esvástica nazi. Puede parecer que me estoy agarrando a la hipérbole, pero aquello que empezó como una recomendación ha evolucionado hacia una imposición. Ya vimos como Ursula Von der Leyen amenazó a Italia si con las políticas surgidas por la nueva mayoría conservadora se dejaban de cumplir los parámetros comunes. Coacción que ha encontrado su palanca en los fondos europeos Next generation; a países como Polonia o Hungría se les ha excluido de muchos de los repartos por sus leyes contrarias a lo establecido. Atentando contra la democracia de las naciones pretenden dominar la agenda de cualquier resquicio del globo con sus amenazas punitivas. Intentan dulcificar sus discursos totalitarios con muletillas democráticas. Sibilinamente nos están haciendo menos independientes a la par que nos prometen la panacea de las libertades. ¿Acaso hay algún problema en que cada Gobierno actúe según sus necesidades y prioridades?

No es más que el cumplimiento del sueño de esos que querían un gobierno global, individuos confundidos sin ningún tipo de respeto por sus raíces. Incrédulos, despojados de todo tipo de principios, a los que les han tenido que dotar de una característica predeterminada. El que lleva el pin de la Agenda 2030 se siente protegido, se piensa parte de algo más grande que él mismo, aunque sea mero atrezo sin fundamento. Después, estos que engalanan sus prendas con el logo globalista, se quejan porque uno lleve un crucifijo colgado del cuello. La sociedad líquida en la que vivimos también requiere de credos volátiles sin trascendencia. ¿Acaso todos los que llevan ese pin saben lo que están defendiendo? Ya les digo yo que no, que apenas el 20%, y estoy tirando por lo alto, habrá tenido la paciencia de leerse el libro blanco que desgrana cada uno de los motivos de la causa. Todo es aparentar, no sentirse descolgado, el alma gregaria del ser humano buscando ser aceptada por el grupo. Se parece mucho a cuando uno ve una serie para evitarse el mal trago de ser el voyeur de la cuadrilla que contempla la vida pasar mientras sus amigos hablan de una trama de la que no tiene ni idea. Masificados, tendemos a imitar lo que ve, dice y hace la mayoría. En tiempos de lo viral, compartimos conductas y admiración hacia lo que le mola a los demás.

No tienen ni idea de lo que significa ese redondel con colorines, pero si hay que ponérselo, uno se lo pone. No sea que te vayan a llamar facha o cosas peores. Despersonalizados, esclavos de la moda. Una tendencia de llevar en la solapa de la americana ese dichoso distintivo. A ver cuando lo incorpora a la ropa y así nos ahorramos el ejercicio de clavarlo en la tela.