Uno puede tener un punto de vista sobre las cosas, discrepar en diferentes aspectos existenciales con los demás; ser más de izquierdas o de derechas; estar a favor de un mayor liberalismo social, o, por el contrario, apoyar unas ideas más tradicionales para la ciudadanía. Eso es lo que pasaba antes, cuando no estábamos tan ideologizados con la cantidad de planteamientos envenenados que hoy nos desbordan, hoy existen personas que más allá de disentir con el resto han sido víctima de la idiotización de la sociedad y ha terminado apoyando tesis absurdas alejadas de toda lógica intelectual, o llevando a cabo conductas profanas como ésos que en un alarde de activismo destrozan obras de arte mancillándolas con puré de patata o salsa de tómate.

En estos tiempos woke, existen personas verdaderamente estúpidas, individuos que viven en un mundo paralelo olvidando cualquier tipo de decencia o protocolo social. Rehenes del miedo, la desconfianza y el rencor que métodos de ingeniería social han inoculado en su fuero interno, viven respirando por las heridas provocadas por esos que dijeron que les iban a proteger. El otro día, volviendo para casa después de un largo día, coincidí en el portal con una mujer de unos cuarenta años; le saludé educadamente y ella me miró de arriba abajo mientras se hacia uno de esos silencios incómodos que parecen durar más que una tertulia de café. Me devolvió el saludo y a bocajarro como si fuera una especie de policía moral me preguntó que a donde iba mientras remoloneaba abriendo la puerta para que yo no entrase en el edificio hasta que le respondiese al breve interrogatorio; le dije que, a mi casa, indicándole el piso para su tranquilidad. Entramos, y esa señora me dejó con tan mal cuerpo que fingí tener que hacer una llamada y así no subir con ella en el ascensor. «Vaya idiota», maldije a mi subconsciente, ese amigo imaginario con el que a veces interactúa Joe Biden en mitad de un mitin.

La indignación inicial evolucionó en una compasión velada hacia ella; es normal que algunas mujeres cada vez que se topan con un hombre se pongan a la defensiva teniendo en cuenta que tenemos a dirigentes diciendo cada día que los hombres somos violadores. Pobrecita. Lo mismo pasa con ésas que en cuanto alguien del sexo opuesto interactúa con ellas y se creen que quieren tema. Forma parte de la deriva reaccionaria de la izquierda de enfrentarnos por sexos.

No llegamos a vislumbrar el daño que está haciendo la izquierda radical en la sociedad. Precursores del relativismo existencial, han degenerado el concepto de normalidad, del bien, y ahora todo parece aceptable. Basando todo en sentimientos, lo que se siente es lo que es correcto; han fusionado la conciencia con la emoción. Les ocurre a las personas que con la ley de Irene Montero sin criterio clínico van a poder cambiarse de sexo como quien se cambia de calzoncillos. Marginando a la disforia de género, al libro negro de la psiquiatría van a dar barra libre a todo tipo de impulso inconsciente. Dentro de unos años miles de muertos por suicidio pesarán en el alma de la ministra de Igualdad, puede que sea un 3%, pero ese pequeño porcentaje de inocentes caídos será por su culpa.

Estamos en un momento en el que parte de la izquierda se ha pasado de progre. Confían en un avance que es un retroceso; un progreso que desemboca en la degeneración. ¿Es que acaso también debemos tolerar a un megalómano que se cree una encarnación de Napoleón Bonaparte? Una vez abierta la ventana de Overton con la normalización de la disforia se corre el riesgo de banalizar todos los síndromes. En un mundo relativista todos somos normales, no hay raritos ni melancólicos. Los políticos deben proteger a la ciudadanía, y una regla inmoral como la ley trans ofrece una inseguridad jurídica sin precedentes, otorgando a la excepcionalidad la normalidad.

Con el socavamiento de los parámetros normativos hemos pasado de que haya raritos a idiotas. Siempre ha habido gente peculiar, en cierta manera todos tenemos un tocado, el problema es que ahora proliferan los estúpidos que tienen ideas surrealistas sobre lo que nos rodea. ¿Se imaginan la reacción hace veinte años a unas declaraciones de una ministra defendiendo la corrupción de menores? Al día siguiente habría dimitido. Se ha normalizado la perversión, el desvarío. El ºbicho raro ha sobrepasado los límites que le hacían ser mínimamente cuerdo y ahora vivimos rodeados de idiotas.

Jorge Brugos
Jurista y autor del ensayo 'Cosas de pandemia'. Colaboro en distintos medios de comunicación como articulista y analista.