La historia de Un buen año la hemos visto mil veces, puede que más, puede, incluso, que la hayamos vivido. Un importante ejecutivo londinense, un hombre ocupado en sus negocios y con el único afán en la vida de acumular riqueza. Un tío odiado por casi todos que recibe la noticia de que su tío ha muerto y él es heredero universal de sus bienes. ¿La herencia? Una gran casa en la Provenza francesa, rodeada de viñedos. Un lugar al que no va desde hace años cuando, siendo un niño, veraneaba allí mientras aprendía las cosas de la vida con su tío, que por cierto interpreta Albert Finney. Unas enseñanzas infantiles que son su sabiduría adulta pero que ahora tiene más que olvidadas. Que si «un traje azul es el más versátil de los atuendos» y que «cuando encuentras un buen sastre, jamás debes dar su nombre a nada, ni siquiera bajo amenaza de daños físicos», que si hay que poner devoción a todo lo que te dediques y que lo más importante en la comedia es el ritmo. Hay alguna cosa más pero ya la sabréis, no quiero ser culpable de destriparos el previsible final.

La historia de Un buen año es un poco la historia más sencilla del mundo, la historia que todos, de una u otra forma, deberíamos aprender, y más ahora, recién estrenado el verano. Da lo mismo que esa historia la aprendamos en un château de la Provenza francesa o en una villa en la Toscana, en un sanatorio de los Alpes suizos, en la casa de tus abuelos en la costa de Galicia o en un pueblo de la inmensidad castellanoleonesa o castellanomanchega. Da igual, incluso, si parte de esa historia la comprendas en casa de tus suegros, como me ha ocurrido a mí el pasado fin de semana, en un pueblo andaluz, en la provincia de Málaga, un lugar que me han dicho se llama El Cielo —imagínense la altura. Y les digo esto porque fue, precisamente, ahí, conociendo a una parte de la familia de mi novia, donde yo me descubrí o redescubrí realmente feliz, donde yo encontré una parte de felicidad que antes ni sospechaba que existía o, mejor dicho, sospechaba que existía, pero no sabía dónde. Y esa felicidad es un poco como la que termina conociendo el personaje arisco y seco de Russell Crowe en Un buen año, cuando descubre familia en personas que ni siquiera conocía o que tenía más que olvidadas. Puede que esto, quiero decir, lo de encontrar familia en la de tu novia, de tu novio o de tu relación de análoga afectividad —quizá así lo entienda mejor alguno—, a estas alturas de la historia contemporánea, cuando la soltería cotiza al alza, se aclama lo de ser independiente y las relaciones duran menos que un caramelo en la puerta de un colegio, sea lo verdaderamente revolucionario, lo rebelde, lo raro. Pero esta rareza es, a mi modo de ver, lo esencial de todo.

Lo cierto es que la sencilla historia de Un buen año tiene su miga. La vuelta a la infancia, a lo que queríamos en la vida y, quizá, hayamos perdido de vista. El recuerdo de aquellas tardes leyendo en el borde de una piscina, o en una toalla en la playa, o jugando a las palas con los primos. El viaje a la niñez perdida y a las voces del pasado, a aquellas cosas que nos parecían tan bonitas en la infancia y que ahora, no sabemos por qué, las habíamos olvidado. El viaje a las lecciones que tuvimos aquellos años cuando tomarnos el helado de vuelta a casa era lo que esperábamos toda la tarde, cuando no existían los negocios, el dinero, el IVA de la luz o el cliente que no nos paga. Yo no digo que los niños no tengan preocupaciones, cualquiera que hable con ellos y no sea un necio se da rápida cuenta. Yo digo que, a veces, tenemos que hacer que, momentáneamente, unos días, aquellas preocupaciones sean nuestras principales preocupaciones. Y que esas preocupaciones sean, principalmente, estar con los nuestros.

Y es que yo he vivido algo así como la historia de Un buen año en esa finca de Málaga. Y con lo mío de hoy quería, sencillamente, recordarles —precisando antes que el verano nunca fue santo de mi devoción— que uno puede, y debe, sorprenderse con las mejillas doloridas de reír si deja algunas cosas de lado, si escucha y disfruta, si respira y huele, si saborea lo que está sobre la mesa, literal y metafóricamente hablando. Porque nos queda muy poco tiempo para vivir, incluso si jóvenes. Y en esa finca de Málaga yo me recordé de niño al hablar con el tío de ella. Recordé, hablando con aquel hombre que acababa de conocer, aquellas tardes cuando era un crío y me ponía al lado de mi tío abuelo en el puerto de un pueblo de la costa lucense, con un cubo de plástico rojo, a ver si picaba algo al otro extremo de la caña. «Cuidado, chaval, que como caigas nos mata tu madre». Él fumando Winston horas y horas. Hablando con el tío de mi novia yo recordé lo mucho que me gustan las personas y disfrutar de ellas, como disfrutaba de mi propio tío. Fue entonces cuando me descubrí oliendo el tabaco que él fumaba, sin que nadie encendiese allí un cigarrillo. siempre, y aquel olor se me vino sin encender un solo cigarrillo. Yo no soy nadie para dar consejos, pero creo que, si en la vida no tenemos claras nuestras prioridades, puede que un día nos encontremos como aquel muerto del chiste, que en vida no había dejado de insistir a su mujer, día tras día, que él quería que le enterrasen con todo su dinero. Viuda que habiendo muerto él, en el funeral y antes de cerrar el nicho, le metió una libreta de ahorro y una tarjeta de un banco cualquiera diciéndole: «Ahí lo tienes todo, cariño, puedes ir a sacarlo cuando quieras».

Hubo una vez en la que un estupendo amigo me envió un WhatsApp en el que me preguntaba si la entrada de la Wikipedia referida a Un buen año la había escrito yo. Todo porque la dichosa entrada termina la sinopsis de la película diciendo —pueden comprobarlo— que «al fin y al cabo, la vida es vivir bien, amar, comer bien y tener un buen año», y aquello, a mi amigo, que me conoce como si me hubiese parido, le pareció algo muy mío. Yo, que no escribí aquello, ahora lo hago mío, y añado que, al fin y al cabo, lo más importante, lo esencial de la vida es, aunque parezca obvio, vivirla, convivirla y dar las gracias a Dios y a los demás. Y es que con esas tres cosas estoy seguro de que, algún día, si alguien me pregunta, como a Russell Crowe en Un buen año que, si son buenos mis recuerdos, podré responder, rápido y medio sonriendo: «No, son mejores».

Iñako Rozas
Abogado. Dirijo «La Trinchera». Subrayo con regla, tomo el café en taza blanca y lo de enamorarse me pone nervioso. Hablo de cine y vida, valga la redundancia. Muy de Cary Grant.