Resulta que el brócoli es anticancerígeno. Como otras crucíferas, contiene glucosinolatos, indol-3-carbinol (un regulador hormonal) y antioxidantes, todo lo cual reduce el riesgo de padecer esa enfermedad terrible. No es un alimento mágico ni nada por el estilo; por creerlo, y no querer escuchar, se fue al hoyo Steve Jobs, que creyó poder quitarse su cáncer con verdes batidos. Pero es de esas cosas que cocinas para tu mujer y tus hijos, por encima de su valor culinario, porque crees que los protege y los cuida.
Cocinas para los tuyos por darles placer y salud; te encargas de lo que puede dañarles o fortificarles, por eso es una labor gigantesca. Lo piensas mientras trabajas la curiosa verdura —«los arbolitos», decían, cuando pequeños, mis niños—, que es fastidiosa de pelar, sobre todo si te da por ponerte a pensar en cuánto te gustaría morirte antes que todos tus comensales. No es que esté demasiado en tus manos, razonas, y te acuerdas de Mateo 6, 27 («¿Quién de vosotros, a fuerza de agobiarse, podrá añadir una hora al tiempo de su vida?»), y por fuerza te compadeces de quien va por ahí sin el asidero de Jesucristo y hace vida.
Limpias el brócoli y no quieres desperdiciar ni una pizca. Te dices que, si concienzudamente lo rebañas, si cada brizna va a parar a sus estómagos, estarán a salvo. Te dices esas pamplinas porque no hay empeño en el mundo más maravilloso y aterrador que ése: dar vida y protegerla como un fuego sagrado. Me dicen por el pinganillo que hoy son muchos los que, por esa misma razón, no quieren tener niños. Lo entiendo. Pero han de saber los que así piensen que la alternativa a esa desazón es una paz absurda y yerma; te libras de la tensión, pero no del sinsentido. Sólo se puede sacralizar lo que has convertido en vida. Lo cuenta estupendamente bien Eurípides en Andrómaca: «Para todos los hombres, los hijos son la vida. Quien, por desconocerlo, lo censura, sufre menos, pero es feliz gracias a una desgracia». Y uno sospecha que hay más gente hasta arriba de Trankimazin por no tener a quien cuidar ni de quien preocuparse.
Puede estar bueno, el brócoli, te dices mientras repasas los dos o tres malabares culinarios que inventas para que entre en el menú casero sin levantar demasiadas protestas. A ver: bueno, lo que se dice bueno, el brócoli no está. A algunos que esto lean les pirrará, porque hay gente para todo, pero no es agradecido el puñetero. Pero te acuerdas de los niños «pelaos» y de lo que ha de pasar un padre en ese hospital y te santiguas y haces cuscús vegetal y lo salteas enterrado en salsa de soja en un arrebato oriental porque lo que tú quieres, para el hogar, es poder darles las buenas noches todas las noches, sin excepción alguna, a tu mujer y a tus niños.
Limpias el brócoli y te acuerdas del hijo de Eric Clapton, Conor, deslizándose, a los cuatro añitos, por una ventana en un apartamento en Manhattan. Te imaginas esa devastación y se te quita de golpe el agobio por la facturación del mes, un bultito que a ti te salió, el ocaso de tu sex-appeal, el gobierno sucio y ladrón y el resto de zarandajas. «¿Sabrías mi nombre si te viera en el cielo? ¿Sería el mismo si te viera en el cielo?», le cantaba Clapton a su pequeño muerto. ¿Diría acaso «papá» ahí arriba, las mejillas rosadas y el cuerpo cálido, mi hijo? «¿Me tomarías de la mano si te viera en el cielo? […] Hay paz, estoy seguro, porque sé que no habrá más lágrimas en el cielo». Esto último es cierto, pero jamás vas a querer comprobarlo.
No hablar de un hijo en pasado. No sé lo que es la felicidad, ni me importa, pero cuando uno es padre a lo que aspira es nada más que a eso. Pero no vives asustado, si eres lúcido, porque sabes, como sabe Dios, que sólo lo vulnerable es bello. Criar, combatir por lo bueno: si no hay peligro de desgracia ni siquiera sabemos dónde estamos. Hablar de un hijo en pasado es el horror absoluto, pero es un horror lleno. ¿Qué es, en cambio, marcharte de este mundo sin haber podido hablar de tu hijo en presente?
Limpias el brócoli, sí, y hasta miras en Instagram alguna nueva receta; haces lo tuyo. Pero a sabiendas de que la ansiedad paternal es un estorbo que despista además del cuadro completo, que Gustave Thibon (En defensa de lo evidente), generosamente, nos ofrece: «Hay que luchar hasta el final, y los dos grandes pecados contra el espíritu son la presunción, que nos lleva a creer en la posibilidad de la victoria definitiva en este mundo, y la desesperación, que nos lleva a deponer cobardemente las armas antes de que suene la hora de nuestro eterno descanso».