Aunque parezca paradójico, pocas formas literarias hay más universales que la literatura del diario. Cuánto hemos leído sobre la fatalidad del yo en la literatura, cuántas páginas sobre la tortura de la primera persona, sobre la ausencia de universalidad en unas íntimas notas biográficas. No son pocos los que piensan que la literatura ha de abrirse, en una huida hacia fuera, en la observación radical de lo ajeno sin tener en cuenta lo propio. Y sin embargo, qué bien nos conocemos y reconocemos en los diarios de otros. Cuánto hay de nosotros en sus quehaceres de cada día. ¿No era acaso lo contrario?
Para nada. España atesora en su larga historia literaria una herencia de diaristas que han sido capaces de hablar del mundo desde su particularísima realidad. Si antes lo lograron Ana Frank, Montaigne o Kafka —por citar una triada conocida—, los escritores españoles no quedan por detrás en este género. Una vida tan delirante no podía quedar sin su reflejo en papel. Así pues, no están en este artículo todos ni hay aquí un orden calculado. Son sencillamente algunos de los que he leído y aquellos que más he disfrutado, acaso aquellos diarios que, sin conocerme, me han hablado de mí.
Los diarios de Rosa Chacel
La vida de Rosa Chacel da cuenta de su interés. Escritora exiliada, viajera empedernida, compañera del abandono, Chacel pronto comenzó a volcar su bullicioso mundo interior en el folio en blanco. Es ella un ejemplo de la escritura antes comentada, nacida de las entrañas, casi como una necesidad. En constante relación con el resto de su obra —especialmente las novelas—, Rosa Chacel juega con la palabra en el limbo, difuso, entre ficción y realidad. «Mi adiós a París ha sido el primer adiós de mi vida: probablemente porque es mi primer adiós a la vida». Esto es para cincelarlo.
El quadern de Pla
Sin tener muy claro qué es un «clásico» en esto de los libros —¿dependerá de su antigüedad? ¿Acaso de sus ventas millonarias? ¿Favorece la mortalidad del autor?—, el Cuaderno gris de Pla es un clásico. La catalanidad de este escritor se concreta en un diario de frases cortas y mucha puntuación. Digamos, por usar un término suyo, que Josep Pla es conocedor de su realidad más inmediata y en ella capta sus expresiones más manicomiales. Su cuaderno es de lectura sardónica y asombrosa simplicidad, a veces «de la sequedad del whisky». Hay quienes critican la revisión, algo excesiva, de sus diarios, pero el Quadern gris es un antídoto contra los revisionistas. Y con apenas veintiún años nos dejó algunas greguerías —toda la buena prosa es aforizable, recuerda Enrique García-Máiquez— para la posteridad: «Es mucho más difícil describir que opinar. Infinitamente más. En vista de lo cual todo el mundo opina».
Las aventuras de Julio Camba
Yo no sé muy bien qué decir de Camba. El escritor gallego es mi favorito y quizás sea el único de quien haya leído toda su obra. ¡Completa! A don Julio lo sacó el periodismo de su tierra natal para hacerlo un escritor universal. De Londres a Berlín, pasando por el sur de España, recogió en sus crónicas el sentir de un continente entero. Nunca sabremos qué hacía un tipo como él en un sitio como ese, pero su dedicación a las crónicas de viaje le consagraron como el gran corresponsal español. Dicen que Winston Churchill escribió más páginas que Shakespeare y Dickens juntos; bien, pues algo parecido podríamos decir de Camba con Cervantes. Muy recomendable empezar por Mis páginas mejores.
El salón de Trapiello
Famosos son ya los diarios de Andrés Trapiello, uno di noi. Cada uno de sus pasos queda reflejado en una escritura sencilla, frenética y abundante. Su Salón de los pasos perdidos, que constituye una obra de diecinueve tomos que suman más de 12.000 páginas, tardó en ser acogido benignamente por el mundo editorial y la crítica. Pero el éxito de Trapiello siempre ha residido en sus lectores, una no tan pequeña tribu de fieles. Hace poco dijo que continuaría hasta morir. «Lo tengo muy claro: esto terminara cuando no pueda más, cuando me muera. Mientras haya vida por vivir seguiré con el empeño». Celebramos que aún le quedan pasos, claro.
Jiménez Lozano y Paco Umbral
Si bien Francisco Umbral fue el cronista de la corte madrileña, Jiménez Lozano plasmó en toda su obra la vida de aquello que quedaba fuera de la introspección mesetaria. El primero, cuya obra es un continuum, difuminó en sus escritos la línea entre realidad y ficción, prosa y verso, narración y reflexión. Umbral es diarista del mundo porque es, a su vez, diarista de sí mismo. Sabiendo que «su libro fundamental es la suma de todos sus libros», como él mismo dijo de Quevedo, en Mortal y rosa vemos un Umbral más íntimo, cuyo desgarro toma la palabra: «Sólo he vivido cinco años de mi vida. Los cinco años que vivió mi hijo. Antes y después, todo ha sido caos y crueldad».
Jiménez Lozano, por su parte, reflexionó sobre la barbarie del progreso e impregnó sus diarios de una «poética de la atención», que no es poco. Su crudeza, algo castellana, no cuajó más que su aprecio por lo pequeño y lo cercano. La España rural está en las líneas de Lozano. Quizás uno de los mejores diaristas de nuestro país, suplicó contra nuestro tiempo: «¡Ojalá que esto de la posmodernidad —tan vaporoso y ligero— no acabe en orden nuevo!».
Las notas desordenadas de Peyró
Cerrar con Ignacio Peyró es un acto de justicia. A este escritor madrileño nos lo ha regalado el cielo —por su brillante forma de escribir— pero también la administración pública —por su conocimiento, algo doloroso, de los intestinos de nuestro país—. Siempre con algo de distancia y una personalidad discreta, Peyró ha sido espectador privilegiado de los últimos momentos de Mi Españita. Sus diarios de la época dorada de Intereconomía, con pulpos en la redacción y cenas en el Vips, levantó muchas risas y algunas ampollas. Ya sentarás cabeza fue, hace ya algunos años, la confirmación de una trayectoria envidiable marcada por Pompa y circunstancia o Comimos y bebimos. Después de su último ensayo sobre Julio Iglesias, prepara ahora sus diarios sobre sus años en Moncloa a las órdenes de Mariano Rajoy. Será el libro más vendido del año, seguro. Después todavía nos quedará intriga para conocer sus andanzas por Roma. La suerte de Peyró es la nuestra.