Un intelectual es alguien que convive con las ideas, las reconoce, las conoce, llegado el caso las adopta y hasta las impulsa. Es alguien que conforma una élite que de alguna manera denota la salud moral de una sociedad, un grupo humano que, salvo unos pocos elegidos en cada época de la historia, no ha visto su labor traducirse en influencia, reconocimiento o, acaso, fama.
Si de todo siglo es difícil destacar un solo habitante —basta hacer el ejercicio de pensar en hombres de cualquier centuria para ver lo difícil que resulta destacar uno, y no precisamente por abudancia de nombres, sino por lo complicado de encontrarlos, más si cabe sin contar gobernantes y militares—, todavía menos sencillo es dar con intelectuales a lo largo de la historia, identificarlos, localizarlos en el tiempo y el espacio. Sólo unos pocos han trascendido el paso de los años.
Junto a ellos, han sobrevivido y, más que eso, proliferan en nuestos días los idiotas intelectuales. Gentes que, a fuerza de llamarse a sí mismos artistas, filósofos o librepensadores, conforman una casta dedicada a retorcer las ideas y dejarlas irreconocibles. A diferencia de quienes consagran su vida al cultivo de las ciencias y las letras, estos gozan de una profusa presencia en las sociedades occidentales allá donde se forma la opinión publicada y se debaten y elaboran las políticas. En su torpeza para comprender el mundo que habitan, los militantes de la élite malentendida que nos atañe viven convencidos de atesorar las habilidades cognitivas necesarias para imaginar un reordenamiento de la sociedad de acuerdo con su visión utópica del universo. Su competencia para lograr de ellas efectos benéficos es, sin embargo, dudosa.
Los idiotas intelectuales, dedicados con frecuencia a las utopías —siempre más sencillas de gestionar que la realidad—, no transitan el terreno de la razón, aunque así lo crean. Lo quimérico pertenece por lo general a las emociones, y a través de ellas alcanzan su influencia, impulsados por los medios de comunicación, las modas, las redes sociales y la censura. Poco importa que sus ideas rara vez resistan el más elemental escrutinio, aún menos la realidad. De poco sirve la habilidad retórica y comunicativa, innegable y admirable en no pocos casos. Cuando no se ha recibido como don la capacidad de ver el bosque, aquello tan manido que llamamos la vida queda reducido a una suma de árboles, y las propuestas para mejorarla, inconexas, incompletas, simples, inútiles.
La acumulación de conocimientos y la sabiduría tienen muy poco que ver, por mucho que los sucesivos sistemas educativos así lo pretendan. Unos planes, por cierto, diseñados por los idiotas intelectuales, hábiles en la manipulación de las palabras y los símbolos. Sus formulaciones abstractas pueden ser fruto del ingenio y la originalidad, pero sus creaciones suelen diferir de la verdad. La inteligencia no es más que la capacidad de reconocer aquello que nos rodea.
El hombre común, que rechaza integrarse de manera ortopédica en una casta a la que no pertenece, más sabio, reconoce amenazas donde le hablan de soluciones. Familiarizado con el idiota intelectual a través del cine, las tertulias de los medios de comunicación, Twitter o cualquier TEDTalk, lo identifica sin ni siquiera activar el sonido del reproductor de vídeo.
El idiota intelectual sabe en el fondo que de nada sirven sus ideas. De nada bueno. Por eso, poco tienen que ver lo que dice y lo que hace. Come carne, conduce un vehículo diésel, no usa la mascarilla en el transporte público. La «visión del ungido», como la denominó Thomas Sowell, al fin y al cabo, no es una concepción utópica de la sociedad, sino una percepción personal de alguien que considera superior y merecedora de privilegios su presunta capacidad de imaginar un mundo distinto.
La cobertura y adulación mediáticas que travisten al bocazas de genio sirven para confirmar la alta estima que los idiotas intelectuales tienen de sí mismos. José Andrés, Pedro Almodóvar o Xavi Hernández, por ejemplo, saben de cocina, cine y fútbol, teóricamente de manera respectiva; pero yerran, siempre, sin excepción, cuando se trata de cualquier cuestión social, política o moral. Ellos, como todos los miembros de su casta, protegen sus intereses y engordan sus egos —y sus cuentas corrientes— en la promoción personal e interesada de un mundo feliz, mientras en realidad socavan hasta la más íntima forma de convivencia, denigran el sentido común y desprecian la sabiduría.