Sin que uno sepa cómo, algunas ideas sedimentan con el tiempo. Se asumen sólidas máximas de comportamiento (aunque luego, con torpeza inevitable, la vida propia las haga líquidas), una suerte de aforismos tácitos que sólo a veces la palabra advierte. La obra principal de Gómez Dávila se titula Escolios a un texto implícito. Será que, en alguna medida, escribir es eso: glosar lo que nos pasa, comentar los días, desvelar los porqués ocultos y sobreentendidos, lo que intuimos calladamente.

Pondré un ejemplo, para no pecar de implícito. «La queja desprestigia». Es, según le he oído Trapiello, una idea de Gracián. La frase, corta y verdadera, pide mármol. Uno la escucha y, a poco que la rumie, se da cuenta de la verdad que alumbra. Personalmente, lo he comprobado, en sentido inverso, cada vez que charlo largo y tendido con mi amigo JM. Jamás se lamenta y nunca habla mal de nadie. Y eso conlleva que, después de nuestras conversaciones, crezca mi admiración hacia a él y mis ganas de imitarlo. Lo otro —la queja y sus hermanas bastardas, que son la murmuración y la calumnia— envilece y acrecienta las sombras. Desprestigia, en suma.

Pero no todo lo dijo Gracián. Hay otros sabios que cada día dejan huella profunda. Un ejemplo de esto sería S., la madre de nuestra amiga P. Cuando su nieta mayor iba a empezar sus estudios en una universidad de prestigio, en previsión de que la chica se dejara impresionar por jóvenes de frivolidad indiscutible, le regaló una frase redonda y fácil de recordar: «Huye de los guays».

Como lo de Gracián, me lo repito a menudo. El consejo me visita de cuando en cuando. En el trabajo, cuando me toca lidiar con expertos hablantes de la neolengua de los negocios (ya sabe: los que piden «feedback» y temen la llegada de un «deadline» más que a la misma Parca), me lo receto: «Huye de los guays». Y huyo de ellos como alma que lleva el diablo. Y funciona.

Se me preguntará que quiénes son los guays. La respuesta no es fácil. En español, lo «guay» es, según el diccionario, lo «muy bueno» y «estupendo». El guay sería, por tanto, el que trata de encarnar en sí mismo todas las perfecciones del mundo. El guay es el estupendo sin poros. No coincide necesariamente con el «pijo» (y esta distinción es importante): guay puede serlo cualquiera, porque, en rigor, no se trata de ser, sino de aparentar, de creérselo y actuar en consecuencia. El que va de guay (porque de eso se trata: de transitar, de pavonearse con el disfraz de una supuesta condición excelsa) se considera a sí mismo genial, y de los demás no espera otra cosa que no sea pleitesía. De ahí que el guay vaya siempre acompañado de una tropa de admiradores sumisos. Y por eso el plural de aquella abuela sabia y buena: de los guays hay que escaparse. En esos casos, la soledad será un premio.