El lector me perdonará que vuelva aquí con una menudencia infantil. Y podrá hacerlo porque: a) lo que cuento no es cosa exclusiva de mis niños, sino de todos los niños —y, en consecuencia, no participo de esa impudicia y ese narcisismo que todo lo contaminan—; y b) lo que cuento no son minucias, sino señales de algo más hondo. También para esto tiene Marín-Blázquez un aforismo sutil: «Lo anecdótico es el lugar de los esclarecimientos súbitos». El escribidor ofrece la anécdota para que en el lector resuene quizá la categoría.
Hace unos días, el Paseo del Muro de mi ciudad se convirtió durante horas en la playa de Omaha. Las Fuerzas Armadas simulaban un desembarco y todo quisqui pasó por allí para ver aquel espectáculo. Salvo el soldado Ryan, no faltó de nada: barcos, vehículos anfibios, helicópteros… Y, al final, los vuelos acrobáticos de la Patrulla Águila. Tal fue la impresión, que por la noche, aún con el entusiasmo encendido, una de mis hijas propuso (léase impuso) volver a ver Maverick, la segunda de Top Gun. Se aprobó la moción y el capitán Pete Mitchell entró de nuevo en nuestras vidas.
Todo discurría sin más sobresaltos que los del F/A-18 Super Hornet (aunque «no es el avión: es el piloto»), hasta que mi hija L. me descerrajó la siguiente pregunta: «Papá, si ahora mismo hubiera una guerra, ¿tú qué harías?». Aquí el lector debe hacer una pausa dramática, y, para ayudar a ello, el escribidor se dispone a cambiar de párrafo .
Supe que en la respuesta me jugaba mucho y que tenía que contestar con una sinceridad plena, sin remilgos. La pregunta se les traía, porque tan cierto es que toda guerra es un fracaso de la inteligencia y un desastre que se prorrogará fatalmente en la memoria como que puede haber guerras justas que nos liberen de la tiranía y la opresión. Sentí el crujir de mis —escasas— nociones teóricas de moral y de política. Y, más por intuición paterna que por otro motivo, contesté de esta guisa: «Hombre, yo lucharía por mi país, por supuesto». Conste que no lo dije con tono solemne.
Lo que fue solemne y sencillo fue el acto reflejo de mi hija E., la pequeña. Al escucharme, me sonrió y me dio un golpecito en la espalda, al tiempo que decía: «Muy bien, así me gusta». La valentía por encima de todo, aunque en aquella eventual guerra pudiera quedarse huérfana. «Más vale honra sin barcos que barcos sin honra». Lo dijo en 1865, en la Guerra del Pacífico —simpático oxímoron—, el almirante Casto Méndez. Se ve que la niña, que es Méndez por parte de madre, piensa espontáneamente lo mismo.
Llegados a este punto, el lector tendrá que arriesgar lo suyo. ¿Está a la altura de lo que los demás esperan de usted? No huya con la imaginación a guerras improbables: la batalla acontece a cada instante. ¿Dirá hoy la verdad? ¿Hundirá sus barcos para salvar la honra?