El pasado 10 de abril Francia celebró la primera vuelta de las elecciones presidenciales. El resultado, como se esperaba, arrojó pocas sorpresas: Macron y Le Pen se enfrentarán en segunda instancia. Exactamente el mismo escenario que en 2017.

Marine Le Pen mejoró sus resultados con algo más de 400.000 votos respecto a hace cinco años. Si en 2017 se hizo con el 21,30% de los sufragios, esta vez cosechó el 23,1. Por su parte, y para sorpresa de todos, el actual presidente de la República Francesa creció respecto a 2017, obteniendo un millón de votos más que hace cinco años. Esto no deja de ser sorprendente, pues se ha hablado mucho de la impopularidad de Macron. Al final, no hubo ni rastro del empate técnico del que hablaban las encuestas. La diferencia fue de casi cinco puntos.

Sin embargo, esta vez la lucha será más encarnizada que hace un lustro. Resulta improbable, por no decir imposible, que vuelva a haber una diferencia de 33 puntos y 10 millones de votos entre el actual presidente y la candidata de Agrupación Nacional.

Todo parece indicar que la campaña se le está haciendo larga a Le Pen. Si antes de la primera vuelta existían encuestas que hablaban de empate técnico en el balotaje, ahora todas las encuestas hablan de una diferencia de al menos 10 puntos. El pasado 20 de abril, IPSOS, la principal consultora de estudios de opinión francesa, publicó una encuesta que otorgaba a Macron el 56,5 % de los sufragios, mientras que Le Pen el 43,5. El día siguiente al debate, la misma casa de encuestas volvió a publicar un sondeo que aumentaba la diferencia entre ambos candidatos: 57,5% para Macron y 42,5% para Le Pen. Hay que destacar que IPSOS clavó los resultados de la primera vuelta.

Marine Le Pen

Poco queda de la mujer que en 2011 tomó las riendas del Frente Nacional. Tampoco queda demasiado de aquel partido. Ni siquiera las siglas. Atrás quedaron la salida de la OTAN, el euro o la Unión Europea. También la pena de muerte ha desaparecido de su programa. Es lo que muchos han llamado la desdiabolización, es decir, moderar el discurso y dejar atrás los aspectos más polémicos de su programa. Si bien esta estrategia ha sido la tónica general seguida por la candidata derechista durante años, en esta campaña se ha intensificado de forma asombrosa.

De cara a la primera vuelta, Le Pen dejó en un segundo plano los temas de la inmigración y la inseguridad, ambos su punta de lanza durante la última década. En las semanas previas a la primera vuelta se ha dedicado a hablar de propuestas económicas, lo que muchos han llamado las cosas del comer. Es precisamente una de las grandes cosas que la diferencian de Zemmour. Mientras el escritor apuesta por un proyecto ideológico, Le Pen ha ido cambiando de ideas en función de sus intereses electorales, hasta el punto de que buena parte de sus propuestas originarias están en un cajón.

Probablemente el programa económico de Le Pen sea uno de sus aspectos más nocivos. Podría ser el programa de cualquier partido de izquierdas. Y no podemos olvidar que el intervencionismo es dañino lo lleve a cabo la izquierda o la derecha, sobre todo en una país con una ya gran intervención del Estado en la economía como es Francia.

Pero lo negativo de Le Pen no termina en su proyecto económico. Su más absoluta falta principios y de convicciones la convierte en una candidata poco fiable. Se podría decir que quiere llegar a Francia para que nada cambie. O al menos no cambiar tanto como se espera de ella. Varios días después de la primera vuelta, en rueda de prensa Le Pen aseguró que de llegar a la presidencia continuaría la lucha contra el cambio climático y prometió que Francia no abandonaría el Acuerdo de París. Al mismo tiempo, Le Pen no ha parado de hacer guiños al colectivo LGTBI, afirmando incluso que de llegar a la presidencia de Francia no tocaría una coma de la ley que permite el matrimonio entre personas del mismo sexo.

La misma noche de las elecciones se formó el mítico «cordón republicano», por el que todos los partidos a izquierda y derecha se unen para aislar en la segunda vuelta al candidato que ellos consideran de extrema derecha.

Sin embargo, por primera vez en la historia, la derecha tradicional se ha roto a la hora de abordar el cordón sanitario frente a Le Pen. Ciertamente, puede parecer anecdótico, pero lanza un mensaje potentísimo: el partido de Chirac y Sarkozy no está cerrado a posibles acuerdos con Le Pen. Así, Éric Ciotti, que obtuvo un 39% de los votos en las primarias de Los Republicanos para elegir candidato al Elíseo, ha anunciado que no votará a favor de Macron en la segunda vuelta. En el mismo sentido se han pronunciado los diputados republicanos Valérie Boyer, Julien Aubert y Bruno Retailleau, presidente del grupo de Los Republicanos en el Senado.

A pesar de ello, Le Pen tiene muy difícil alcanzar las puertas del Eliseo. Este miércoles en el debate quedó patente su incapacidad para afrontar una serie de cuestiones fundamentales para cualquier país. Y aunque la islamización del país vecino es un problema evidente, no se puede pasar por alto que es la segunda economía de la zona euro. No se puede gobernar Francia sin un proyecto económico sólido y creíble.

Emmanuel Macron

Todo es muy distinto para Macron respecto a 2017. Hace cinco años los franceses miraban al joven candidato con una mezcla de esperanza y curiosidad. Hoy la decepción es el sentimiento mayoritario. En 2017 tuvo la habilidad de envolverse en la bandera de la regeneración, presentándose como un soplo de aire fresco frente a la decadencia de los partidos tradicionales. Da igual que durante dos años fuera ministro de Hollande. Las élites parisinas lo consideraron una novedad y así lo vendieron a los franceses. Era la regeneración. El centro. La tercera vía. El reformismo.

Sin embargo, nada queda de aquello. La situación de los franceses es peor que en 2017. Mucho peor. En este lustro se ha disparado la inestabilidad política y social, además de haber empeorado todos los indicadores económicos del país galo. Las famosas reformas que anunció Macron en su momento están guardadas en un cajón. Y no parece que el actual inquilino del Elíseo esté dispuesto a desempolvarlas.

En estas circunstancias, su principal baza está siendo alentar el miedo a Le Pen. «El nacionalismo es la guerra», dijo Macron recordando a Miterrand en un mitin en Estrasburgo. También ha hecho varios guiños a los votantes de la izquierda, anunciando la subida del salario mínimo o reiterando su apuesta por una «economía verde».

Dejando a un lado su mala gestión de la economía y sus escasos logros como presidente, sin duda su lado más oscuro salió a relucir con la gestión de la pandemia. Macron ha demostrado ser un verdadero peligro para las libertades individuales.

Llegó a afirmar con una soberbia y un desprecio asombrosos que tenía ganas de «joder» a los no vacunados. Un liberal presumiendo de poner en marcha la maquinaria estatal para perseguir a quien legítimamente no quiere introducirse una determinada sustancia en su cuerpo. Vivir para ver.

Pero su despotismo no quedó ahí. La brutalidad policial contra todos los colectivos discrepantes ha sido la tónica general en este quinquenio. Las imágenes de la policía lanzando botes lacrimógenos en terrazas donde se encontraban niños y ancianos abochornarían a cualquier persona que se diga demócrata.

Sea como fuere, el simple hecho de haber intentado acorralar a una parte de la sociedad es algo gravísimo. No podemos aceptar que el presidente de una democracia supuestamente civilizada alardee de querer atormentar al disidente. Es algo que no se puede pasar por alto. Y es motivo suficiente para que los franceses lo manden a su casa.

El debate que tuvo lugar el día 20 dejó constancia del desastre al que se vuelve a enfrentar el país galo. Una vez más, Francia tendrá que elegir entre socialismo o socialismo. Uno envuelto en la bandera de la UE y el otro envuelto en la bandera de Francia. Pero socialismo al fin y al cabo.