No es que yo quiera seguir escribiendo sobre este asunto, es que los medios de comunicación se empeñan en que yo siga luchando porque se destape la verdad sobre todo lo que rodea al virus. El asunto sigue copando titulares y no tiene pinta de que termine a corto plazo. Llevamos casi tres años sumergidos en lo que los eruditos denominan «era Covid».

Todo comenzó a finales de 2019, cuando los medios comenzaron a hacerse eco de un nuevo y terrible virus mortal que estaba diezmando la población en China. La alarma corrió como la pólvora. Como cualquier otro virus, éste se alojó en los especímenes más débiles y los huéspedes idóneos fueron los periodistas. Fue entonces cuando empezó el circo. Los periódicos y televisiones vieron el filón, propagaron la pandemia e infectaron al mundo entero. Tras varias semanas abriendo noticieros, el miedo se extendió a todos los hogares hasta conseguir que fuera la sociedad la que pidiera a gritos que se la encerrase.

Al tercer día de confinamiento yo pensé que la pantomima duraría menos que un avance informativo. Qué equivocada estaba. No creí que la gente fuera capaz de aguantar encerrada en casa y mucho menos imaginé que habría personas capaces de culpar al vecino de propagar un virus por salir a la vuelta de la esquina para estirar las piernas sin tener a nadie a un kilómetro. a la redonda.

Los telediarios nos entretuvieron con imágenes de gente aplaudiendo desde sus balcones y de los médicos haciendo bailecitos en los hospitales, mientras no reparaban en mostrarnos las fosas comunes de Nueva York en vez de la saturación de las funerarias en España. La máquina de manipulación emocional estaba funcionando a todo gas. Consiguieron, en pocas semanas y sin despeinarse, que la sociedad se volviera totalmente loca. Tanto es así, que lograron que gran parte de la población estuviera más preocupada por el paseo de Mariano Rajoy que del crecimiento del índice de suicidios, de la ruina económica, la destrucción de negocios y de los ERTE que el gobierno estuvo meses sin pagar.

Con la población totalmente aterrada, comenzó la dichosa desescalada. Unas semanas infernales donde no podías dar un paseo con un amigo porque no pertenecía a tu unidad familiar y te prohibían coger el coche para ir a la playa a surfear, pero sí podías ir caminando. Un auténtico sinsentido. Menos mal que cada 200 metros teníamos al policía de balcón de turno para explicarnos con detalle la norma que nos estábamos saltando en ese momento.

Por fin llegaron las tan esperadas «vacunas» para salvar a la humanidad. Esas «vacunas» que acaparaban portadas afirmando que frenaban el contagio, que protegían al 100% contra el virus y además si te la ponías, salvarías la vida de tu abuelo. Mientras te vendían arena en el desierto y las colas en los vacunódromos superaban a las del paro, el virus mutó y tu pinchazo ya no servía para nada, así que te tocaba poner el otro brazo para el segundo chute. Ya vamos por la cuarta dosis y no sabemos cuándo terminará la bromita.

Pues esta bromita no es tan graciosa cuando no hay día que pase en el que los periódicos nos informen de la muerte repentina y misteriosa de alguna persona joven, sana y sin patologías previas. Y es que lo que no te contaron sobre la pócima mágica fueron sus devastadores efectos secundarios. No es casualidad que desde que comenzó la inoculación masiva, a diestro y siniestro y sin prescripción médica previa, incrementaron considerablemente las enfermedades cardiovasculares, los ictus, las miocarditis, las pericarditis y el cáncer.

Pese a que las autoridades sanitarias se muestran muy recelosas y escasamente comunicativas al respecto, lo cierto es que desde mayo hasta ahora hay un exceso de mortalidad en España de casi 30.000 personas. Pretenden vendernos la moto de que esto se debe a las olas de calor provocadas por el cambio climático y por las temibles secuelas del virus, ése que ahora llaman persistente y que, para entendernos, es como ese vecino pesado que habla por los codos y que por más que salgas de casa sigilosamente para que no te pille por banda, siempre aparece en el rellano como por arte de magia.

Vivimos tan concentrados en el presente que casi no nos damos cuenta de lo que nos han hecho en estos tres últimos años. Hemos aceptado con tal naturalidad lo que nos ha tocado vivir, que a menudo olvidamos la libertad que teníamos antes de todo este disparate.

George Orwell dejó escrito lo siguiente sobre su novela 1984: «No creo que la sociedad que he descrito en 1984 necesariamente llegue a ser una realidad, pero sí creo que puede llegar a existir algo parecido». Supongo que todo el que haya leído con la debida vehemencia el célebre libro de Orwell, estará de acuerdo conmigo si afirmo que 1984 es la mayor utopía negativa de todos los tiempos. Pues bien, a mí no me cabe la menor duda de que ese «algo parecido» al que se refería el sumo sacerdote del género distópico es precisamente nuestra sociedad actual en la que estamos viviendo.