Uno de los mantras que recitaba mi profesora de Derecho Constitucional era que «un derecho vale lo que valen sus garantías». Un derecho, en abstracto, si no está garantizado por el ordenamiento jurídico, ya sea mediante la no intervención del Estado o mediante estructuras jurídicas y materiales que permitan su ejercicio, no sirve de nada. Las garantías permiten que los ciudadanos puedan ejercer sus derechos. Básicamente, sin garantías no hay derechos.

Ahora, años después de haber interiorizado este saber, atornillado por la repetición infatigable de mi mentora, puedo entender su alcance. En el caso que voy a contar, no hay ni derecho ni garantías. Pues el primero no existe y las segundas han fallado.

Me refiero a la reciente sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos sobre el caso Mortier contra Bélgica en el que una mujer fue eutanasiada incumpliendo los mecanismos de control que la misma ley belga establece. La madre de Tom Mortier —el hijo que ha llevado el caso a los tribunales— se encontraba en perfecta forma física pero sufría una depresión incurable desde hacía muchos años. Como que no cumplía los requisitos legales para que se le aplicase la eutanasia y ella quería morir, buscó un médico que accediese a realizar el procedimiento sin tener que pasar los controles establecidos.

Encontró a un oncólogo que accedió y le ayudó a sortear los requisitos legales. En un periodo de pocos meses, realizó una donación a la organización de este médico y fue remitida por él mismo a otros médicos que también formaban parte de la misma asociación, a pesar de la exigencia de opiniones independientes en el caso de personas que no se espera que mueran pronto. El mismo médico que le practicó la eutanasia copresidente la Comisión Federal encargada de revisar los casos de eutanasia. En Bélgica, al contrario que en España, la revisión es a posteriori. En este caso, no es que se produjese un conflicto de intereses, sino que de manera flagrante, se evadieron las garantías establecidas por la ley. Simplemente, estas no existieron a priori ni a posteriori. El Tribunal condena a Bélgica por violación del artículo 2 del Convenio Europeo de Derechos Humanos, el artículo que garantiza el derecho a la vida, por no haber investigado diligentemente el asunto.

La madre de Tom es el caso que ha llegado hasta la más alta instancia europea, pero es sólo un caso. Sin embargo, sólo uno ya es demasiado. Quién sabe a cuántos otros casos similares a este hay en Bélgica, Holanda y Suiza. Y por no hablar de España, en la que justo hace un año y medio empezamos a andar por esta peligrosa senda.

No hay nada progresista en una sociedad que alienta o ayuda a los débiles y vulnerables a poner fin a sus vidas. La aprobación de la práctica de la eutanasia demuestra que hemos perdido la voluntad de cuidarnos unos a otros, y especialmente a los enfermos y ancianos, que son los que necesitan más esperanza y apoyo.

Algunos dirán que la eutanasia ayuda a morir con dignidad, pero restablecer la dignidad no tiene que ver con la muerte. Se trata de la vida. Se trata de apoyar a quienes lo necesitan invirtiendo en un buen asesoramiento y, si procede, en unos buenos cuidados paliativos que garanticen el mejor confort y apoyo al final de la vida. La dignidad consiste en respetar a la persona humana —incluso nuestros propios cuerpos humanos— en su vulnerabilidad. Se trata de cuidarnos unos a otros cuando necesitamos ayuda para seguir adelante.

Este caso demuestra los innumerables peligros que surgen cuando se legaliza la eutanasia, y dejan claro que ni siquiera las «garantías» legales son suficientes para proteger el derecho a la vida cuando la práctica de poner fin a una vida de forma intencionada está disponible en la ley. Nadie puede hacer que el final intencionado de una vida sea seguro.