Dicen que hay dos tipos de personas: a los que les gusta distinguir y a los que no. Soy de los primeros (como la frase anterior demuestra). Mi gnoseología de andar por casa me pide, por un lado, detectar las semejanzas entre lo que se parece, y, por otro lado, revelar las diferencias entre lo que, al abrigo de lo idéntico, resulta ser distinto. Eso exige observar lo que pasa y luego ponerle un nombre que sea lo más preciso posible. Es, desde luego, una tarea provisional. Lo explicó, con su proverbial exactitud de gran distinguidor, Gómez Dávila: «La verdad nunca es conquista definitiva. Siempre es posición que toca defender». Pues eso: uno defiende lo que cree que es verdad con palabras efímeras. Y, para repeler el ataque de la confusión mental, siempre vienen bien un puñado de distinciones esenciales.
Así, por ejemplo, Pascal distinguió entre un «espíritu de geometría» y un «espíritu de fineza». Y, por su parte, la cultura popular anima a distinguir entre el tocino y la velocidad, o a diferenciar entre la actividad de sorber y la de soplar, incompatibles entre sí. A medio camino entre lo erudito y lo vulgar, yo procuro distinguir entre el «espíritu lírico» y el «espíritu metálico». Y esa distinción me ayuda a comprender, que es de lo que se trata.
Tienen espíritu lírico el artista y todo aquel que sepa gozar de lo inútil. El que pasea porque sí, el que contempla sin prisa, el que conversa por el placer mismo de la conversación. El que silba o el que planta tomates. Ese espíritu propicia un tipo de mirada. Un lírico ve más allá. De algún modo, intuye lo invisible: si mira a un viejo, pensará en las raíces; si trabaja con otra persona, verá en él un compañero. Regala y recibe. En un río sería el cauce.
El espíritu metálico está en otra longitud de onda. Cuando mira sólo ve lo material, lo que está delante, lo contante y sonante. Busca lo cuantitativo. Se recrea en lo numérico. Corre para batir su récord. Tiene el dinero efectivo como única divisa. Se afana en el negocio. Si mira a un viejo, pensará en las arrugas; si trabaja con otro, no lo distinguirá de una fotocopiadora. Acumula y arrolla. En un río sería el caudal.
Cuídese el lector del maniqueísmo, que de polarización y trazo grueso ya estamos sobrados. Ni los buenos son tan buenos, ni los malos son tan malos. Nadie es tan lírico que no duerma, que no se alimente o que no necesite el dinero. Y nadie es tan metálico que no quiera a su madre, que no se deje mecer por alguna música o que no pueda advertir en la luz del otoño el oro empañado de las hojas. De modo que quien note, dentro de sí, esa tensión entre lo lírico y lo metálico no tendrá nada que temer. Esa tensión es una señal palpitante de la vida.