No debía de llevar más de media hora en aquel lugar cuando la señorita Adler sintió una punzada en el estómago. Allí, tres posiciones más avanzadas que ella en la cola que guardaba, se balanceaba sobre sus pies una mujer elegantemente vestida. Pudo reconocerla de espaldas y el ligero malestar estomacal que sentía le confirmaba ―antes de que los acontecimientos lo evidenciaran― que no erraba en su corazonada.
Hazel Adler decidió esperar para llamar la atención de la otra mujer y saludarla ―cualquier otra opción hubiera sido socialmente inaceptable y, además, si lo pensaba fríamente, no encontraba motivos de peso para esquivar el encuentro―. En realidad, tenía en alta estima a la señorita June Wesley. Debía hacer un ejercicio de sinceridad desprovista de pasión y reconocer que su amiga era impecable en cuantos aspectos fuera probada. Se trataba de una joven espigada, núbil, delicada en el trato y caritativa en todas sus acciones. Su mirada era inequívocamente inteligente y sus facciones dibujaban una belleza nívea y aristocrática, inusual en una chica sureña como ella. Hazel recordó la risa cortés y tímida con que June recibía los numerosos comentarios al respecto.
No esperaba encontrarla allí, desde luego. June había regresado a su pequeño pueblo natal en Georgia en cuanto acabaron sus estudios de Literatura en la universidad y la oficina de correos de Rockefeller Plaza era el último lugar donde Hazel hubiera imaginado volverla a ver. Y menos en Pascua.
Sí, definitivamente el intachable comportamiento de June junto con su grácil figura era lo que mantenía a Hazel recelosa. Se sentía desgarbada y torpe ante ella. Aún sabiendo que el aprecio que June sintiera otrora por ella era sincero, Hazel no podía evitar verse a sí misma como dueña de cuantos defectos se pudieran imaginar. Pareciera que todas las circunstancias que hacían que una mujer fuera una calamidad confluían en ella cuando estaba en presencia de June.
Se hallaba ensimismada en esos pensamientos cuando la voz atemperada del caballero que esperaba detrás de ella, pidiéndole que avanzara, la devolvió a la inhóspita ―a pesar de la decoración navideña― oficina postal de Manhattan.
Rápidamente buscó a June Wesley con la mirada y comenzó a sentir un sudor frío al notar que ella era la siguiente en ser atendida y por tanto, su amiga debía haberse marchado ya. Se giró justo a tiempo para verla salir del establecimiento cargada con dos paquetes envueltos en papel de estraza marrón.
Sin pensarlo dos veces, Hazel abandonó la fila que guardaba impaciente ante la atónita mirada de los que le que seguían en ella y logró darle alcance.
Ésta tardó unos segundos en reaccionar pero, en cuanto reconoció a Hazel, la abrazó tan estrechamente como le permitieron los paquetes que cargaba.
― Hasta el edificio de ladrillos rojizos y negruzcos que nos sirve de escenario parece más ruinoso y miserable con June cerca- pensó Hazel.
Tras un intercambio de información de cortesía preguntando por parientes y por la salud, la señorita Wesley trasladó a su amiga su pesar por no haber mantenido una correspondencia regular con ella tras la universidad. Había viajado a Nueva York para entregar su segundo manuscrito a un editor y, de paso, recoger algunos ejemplares difíciles de encontrar en Atlanta que una sociedad dedicada a primeras ediciones al otro lado del charco había tenido a bien enviarle. Todo gracias a la perfecta simbiosis entre el correo aéreo de los Estados Unidos y el Servicio Postal de su Majestad. En cuatro horas saldría el tren que recorrería el país de norte a sur para devolverla a su insignificante granja en los Estados Confederados. Esto último lo explicó con ánimo jocoso y Hazel pudo ver su perfecta dentadura y la sutil delicadeza con la que era capaz de reírse de sí misma.
Y volvió a sentir esa punzada.
Hazel se moría de ganas de saber qué había dentro del paquete. Imaginó los más bellos poemas de amor de Wyatt, encuadernados en hilo de oro y piel, el lomo color azul Prusia y los cantos redondeados. O quizás se trataría de los Soliloquios de San Agustín. ¿Los Diálogos Socráticos de Platón, tal vez?
Sin embargo, la conversación tomó otros derroteros porque June le estaba preguntando por ella. Comida ―balbuceó―.
June la miró desconcertada y ella advirtió que había vuelto a resultar grotesca. Pero ya no había marcha atrás. Confesó a su amiga que el prosaico motivo por el que se encontraba en aquella desangelada oficina de correos en la víspera de Navidad era enviar un giro postal que satisficiera el envío de alimentos kosher desde un país europeo ―Hazel era incapaz de recordar cuál, aunque le sonaba que empezaba por D― a sus primos lejanos que residían en Londres. Allí, debido a la coyuntura geopolítica se encontraban con racionamientos cada cierto tiempo y Hazel y su madre les ayudaban cuando podían con el envío de huevos, carne y azúcar.
Improvisó un pequeño alegato en contra del gobierno, criticando que gastaran ingentes cantidades de dinero en reconstruir Japón y dejaran de la mano de Dios a Inglaterra. Pero éste se le antojó inconsistente al momento.
Mientras le explicaba los pormenores de las vicisitudes que soportaban los europeos en aquellos días, se le ocurrió que ―puesto que había perdido su sitio en la cola―, podría acompañar a June a la estación y aprovechar la oportunidad que el casual encuentro les brindaba para ponerse al día.
Así hicieron. Dieron un agradable paseo, pese a la gélida mañana, hasta la calle 42, donde Hazel debía devolver un libro en una biblioteca de barrio.
Después, decidieron resguardarse de las inclemencias del tiempo en un acogedor café en el que se decía que Hemingway había escritos sus primeros relatos.
Hazel ardía en deseos de saber en qué andaba June.
Ésta le confesó que su sueño era convertirse en una gran escritora y vivir en la Octava avenida para poder asistir cada noche a una representación teatral.
No le había resultado fácil ser admitida en el curso de creación literaria de la Universidad de Iowa, pero asistiendo al mismo había descubierto eso que muchos llamaban vocación. June no dijo en ningún momento que era buena, que valía para ello, pero ambas lo sabían. Quizá no quería abrumarla hablando de su talento. A Hazel no se le escapaba que estaba ante una mujer con una carrera prometedora.
June le contó divertida y como quien habla de la más absoluta cotidianidad cómo el autor británico Evelyn Waugh había leído su primera novela y había comentado al respecto que si se trataba de una señorita que había escrito eso sin ayuda, se podía decir que se estaba ante un buen «producto». A ella le había parecido un halago insuperable y sin embargo, su madre había puesto el grito en el cielo. ¿Acaso estaba dudando ese señor de que su hija fuera una señorita? June mostraba su dentadura blanca y alineada cuando reía.
Le habló de su mentora, una novelista mucho mayor que ella con la que tenía una relación epistolar y que le servía de soporte cuando le llegaban muestras de incomprensión.
― ¿Incomprensión? ―le preguntó Hazel― ¿Estás teniendo problemas por dedicarte a escribir?
Hazel intuía que quizá las cosas en el sur no eran tan fáciles para las mujeres. Definitivamente, vivir en el cinturón bíblico podría resultar perjudicial para estos menesteres.
― En cierto sentido, nadie espera que yo escriba así ―contestó June quitando hierro al asunto― Soy una delicada dama sureña de clase bien. Escribo sobre personajes grotescos, con prosa descarnada. Aunque en realidad yo lo que hago es hablar de la Gracia.
Ambas rieron al recordar la anécdota que había lanzado a June a los medios a la temprana edad de cinco años. En efecto, de niña había enseñado a una gallina a caminar hacia atrás y esto había sido noticia en los informativos del país.
― Estás predestinada para la fama ―sentenció Hazel―.
Sin tiempo para más, se dirigieron a la estación de trenes. June debía recuperar su maleta que había dejado en la consigna y comprobar la validez y vigencia de su billete. De paso, intentaría cambiar su litera de arriba por una plaza con cama baja. Ganaría en comodidad si necesitaba acudir al baño en mitad de la noche.
June adquirió un periódico en la estación para distraer algún tiempo durante el viaje.
Un mozo se ocupó de subir su equipaje al convoy, que en otro tiempo debió lucir una deslumbrante locomotora carenada amarilla.
Las dos amigas se despidieron con un cálido abrazo y la promesa de volverse a ver en cuanto fuera posible. Hazel ayudó a June a subir a su coche ―el primero detrás del ténder― ésta se sentía torpe, quizás por ir cargada, y temía caer al balasto.
Los ferrocarriles americanos habían sido durante los años treinta el orgullo de la nación y la envidia del mundo, pero tras la guerra acusaban el desgaste pese a que la red no había sido bombardeada en el conflicto. Se les notaba cansados tras haber operado «a toda máquina» ―June sonrió ante su propia ocurrencia― en semejantes circunstancias. La falta de mantenimiento de las vías y un trazado de dudosa eficacia hacían que el viaje de June Wesley estuviera lejos de resultar placentero. El gobierno federal le resultaba de una incompetencia supina a la hora de gestionar el transporte público de aquel país.
Una vez a bordo, ocupó un asiento cerca de la ventanilla, pues sabía que Hazel seguiría esperando un último saludo en el andén.
Efectivamente, el 24 de diciembre de 1948 Hazel Adler vio cómo una mujer joven y vital, vestida con un modesto pero elegantísimo traje sastre emprendía el viaje al sur del país. Su porte era extraordinario, máxime cuando se comprendía que toda distinción en ella era innata, y que su actitud modesta y discreta no hacía sino resaltar su misterioso atractivo.
Hazel no pudo contemplar por última vez el rostro de su amiga, aún no se había desprendido de su sombrero de fieltro oscuro y éste ocultaba la mayor parte de su cara. La media sonrisa que atisbaba le sugería melancolía pero atribuyó esta impresión al color verde del terciopelo cochambroso de las cortinas y a la soledad del vagón.
― ¿A qué hora bajan las camas? ―oyó que preguntaba un muchacho al camarero―. Éste le dirigió una mirada endurecida, pero sin ápice de desdén y masculló: «Más tarde».
June también tenía ganas de descansar. No se sentía bien, pero concluyó que era lógico. El día había resultado ajetreado e intenso en emociones. La reunión con su editor nunca estaba exenta de tensión. Pese a que había transcurrido en términos cordiales, como no podía ser de otra manera, a June le molestaba la propuesta del señor McIntyre de que una tercera persona ―un corrector― revisara su texto. No iba a permitir que cambiara ni una coma. Temía pecar de inmodestia pero solo ella sabía las noches que había pasado en vela corrigiendo su obra y tratando de encontrar la palabra exacta, el giro adecuado o la descripción perfecta.
El encuentro con su antigua compañera de universidad también la había sacudido por dentro. Había recordado cómo comenzó todo. Se sentaban en bancos contiguos en la clase de literatura comparada y a partir de unas cuantas charlas intrascendentes habían descubierto que ambas compartían el gusto por las lecturas de Hilaire Belloc o Chesterton. June admiraba sinceramente a su amiga que pese a ser judía era capaz de captar la esencia y belleza de ambos escritores.
Una desagradable sensación de náusea y la cháchara festiva de otros viajeros que habían irrumpido en su compartimento sin que ella lo advirtiese la sacaron de sus pensamientos. Trató de leer el periódico para distraerse. Le interesaba especialmente la actualidad internacional. En un pequeño recuadro encontró una mención a Churchill. La duquesa de Edimburgo había dado a luz a su primogénito y el gobierno había presentado una moción para que la Cámara de los Comunes felicitase a los duques por el feliz alumbramiento. El señor Churchill como parlamentario conservador en la oposición manifestaba el apoyo de su partido a la misma.
Se resistía a achacar su malestar a enfermedad alguna, aunque más tarde comprendería que sus temores no eran infundados. Quizás la extenuación que sentía tuviera un origen psicosomático pero lo cierto es que comenzaba a sentir dolores articulares que hacían que la postura que adoptaba sosteniendo el periódico y cruzando ligeramente las piernas por debajo de las rodillas le resultara sumamente incómoda.
Resolvió tomar una infusión en el vagón restaurante para calmar su estómago, no contemplaba cenar esa noche en semejante estado. Quizás allí podría empezar el ensayo de J.H. Newman que había recogido horas antes en la oficina postal y alejar así los presagios grises que acechaban su mente.
Apenas tuvo que guardar cinco minutos de cola para acceder a dicho vagón ―estaba completo y solo cuando otros viajeros acababan sus consumiciones y abandonaban su sitio, el encargado permitía la entrada de nuevos clientes―. Sin embargo, pese al escaso tiempo de espera, June se sentía desfallecer cada vez que había que pegarse a las paredes para dejar paso al incesante goteo de pasajeros que transitaban por el pasillito de acceso.
Albergó la esperanza de que la bebida caliente de hierbas o la lectura mejoraran su ánimo y su malestar o, en su defecto, de que cuando regresara a su compartimento el camarero hubiera bajado ya las literas y se pudiera echar.
En efecto, desde el vagón restaurante y pese al bullicio, pudo percibir un ruido metálico que en principio no reconoció pero que enseguida relacionó con la preparación de las camas.
Dejó su colación a mitad y se dirigió al lavabo con su bolsa de viaje. Delante del espejo comprobó que su aspecto traslucía su indisposición. Su piel, generalmente lívida y fina, había adquirido un tono rosado intenso, semejante al de aquella vez en la que el tiempo le había jugado una mala pasada. Las horas la habían traicionado pasando inadvertidas mientras ella leía Jane Eyre tendida al sol. Solo que ahora era invierno.
Pese a llevar consigo los bigudíes para que rizaran su pelo durante la noche y poder peinarse adecuadamente al día siguiente, no se sintió con fuerzas para tal menester y sucumbió ante la posibilidad de saltarse ese paso en su rutina, de modo que se limitó a cepillarse los dientes y ponerse el camisón.
Cuando salió del baño, el camarero ―un hombre negro, recio, de mirada severa― había dispuesto la escalerilla en su litera. Finalmente no había conseguido el cambio por la de abajo pero ahora lo único que le importaba ahora era tumbarse cuanto antes y cerrar los ojos.
El techo de su litera era una pequeña bóveda forrada de madera de mala calidad que conservaba restos de barniz y la ventanilla que quedaba en su cabecera estaba tapada por una cortina verde descolorido. Aún no había oscurecido del todo y a June le hubiera encantado contemplar el crepúsculo desde el tren. Los colores del ocaso la subyugaban desde que era una niña y si se filtraban a través de las masas grises y verdes que formaban los bosques debía ser todo un espectáculo.
Pero, en lugar de ser una espectadora privilegiada de una de las mejores composiciones esbozadas por el Creador, hubo de abandonar el lecho para volver al baño empapada en sudor.
Comprendió que estaba sufriendo un ataque febril y refrescó su frente y muñecas con una toalla embebida en agua. No tendría más remedio que concertar una cita con el Dr. Jackson en cuanto llegara a Atlanta.
El resto de la noche transcurrió entre pesadillas, disnea, calambres musculares y un duermevela que no fue en absoluto reparador.
El 24 de diciembre de 1948, el señor Wesley esperaba a su sobrina en la estación de trenes de Atlanta. El convoy llegaba con cierto retraso, lo que a él le suponía una contrariedad. Había accedido a recogerla ya que estaría en la fecha de su llegada realizando algunas compras navideñas de última hora en la ciudad.
Sin embargo, su mayor sorpresa llegó cuando, una vez el pasaje descendió del tren, no fue capaz de localizar a June. No había ni rastro de la señorita Wesley en el andén y el mozo le aseguró que no quedaba nadie a bordo, puesto que esa parada era el final del trayecto.
El señor Wesley se dispuso a preguntar si alguien la había visto. Encontró a una anciana vencida sobre su equipaje y la interpeló. De pronto, reconoció los ojos de June en ella.
Hazel Adler había despedido a una mujer joven y atractiva en la estación de tren. Su tío encontró a un ser demacrado y encorvado en la estación de destino.
Durante el viaje de norte a sur de los Estados Unidos, June Wesley había sufrido su primer ataque de lupus, enfermedad que le llevaría a la muerte 14 años después.
La señorita Wesley vivió desde entonces recluida en la granja familiar, Andalousie, prácticamente sin conexión con el exterior pero en contacto íntimo con los dolores que atenazaban su cada vez más deteriorado organismo.
Lucía el sol en la mañana del 25 de mayo de 1968 cuando Hazel Adler salió de casa en dirección Central Park donde se disponía a disfrutar de un picnic en compañía de las maestras del colegio en el que enseñaba literatura. Llegaba tarde, por lo que apretó el paso. Sin embargo, algo le hizo detenerse en seco al mirar de refilón el escaparate de la librería Brooks and Sons, situada en la esquina de su casa.
Las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas. Allí estaban. Lo había conseguido. Las «Obras completas» de June Wesley. Mientras decidía si lloraba por tristeza o por felicidad, se repetía sin cesar: Bravo, June. Bravo, amiga.
N. de la A.: Este relato está inspirado en la vida de la escritora estadounidense Flannery O’Connor (1925-1964)