Cuando yo estaba en Bachillerato y me iniciaba en esto de las filias y las fobias, la figura de Almeida me cautivó. El joven abogado del Estado era por aquel entonces un concejal llano de la oposición madrileña que se permitía juguetear con las redes sociales. El tipo interactuaba con todos y en su canal de Youtube íbamos a parar algunos pocos entusiastas de lo que Almeida vino a llamar «zascómetro».
Aquellos años felices de carriles bici, jardines verticales y refugees welcome de Carmena me motivaron a apoyar al audaz concejal. Le seguía a todos los actos e hice todo lo que pude para que Casado lo nombrara nuestro candidato oficial, cuando ya lo era de facto. Entonces era fácil encontrarse con Almeida por alguno de los muchos distritos de Madrid comprando fruta, charlando con los vecinos o prometiendo derogar Madrid Central. Esto último era su promesa favorita, y también la nuestra.
Almeida me llegó a conocer. Coincidíamos tanto que ya me puso rostro y en aquellas mañanas de domingo en Colón —fueron muchas, creedme— llegamos incluso a bromear. Yo solía ir con amigos y un megáfono que me regalaron a los dieciséis —¡en qué estarían pensando!— y al concejal le parecía simpático este afán como de hooligans. Recuerdo una vez que le sugerimos jugar al golf, pero eso también se lo había dicho a Aznar con el pádel, el año que le vi más veces que a mi abuela. Ambos sonrieron ante la propuesta.
El inquieto opositor llegó a Cibeles y el romance adolescente se acabó, afortunadamente. Tengo un amigo al que todos conocéis que sufrió un enamoramiento similar con Esperanza Aguirre, pero ambos estamos curados, como diría Jorge Bustos. Almeida rompió nuestro corazón de derechas y sus años en el Ayuntamiento se han convertido en la perfecta enmienda de todo aquello que prometió. No sólo mantuvo Madrid Central sino que lo ha ampliado y aquellos que una vez le votamos perdimos toda ilusión. Recibimos de la medicina de su «zascómetro».
Hasta el pasado domingo. La boda de Almeida me ha reconciliado con el trapecismo de sus principios. Algunos han criticado que el alcalde de Madrid, tan feo como simpático, haya celebrado por todo lo alto la fiesta del amor, que eso es el matrimonio. Y yo justifico todos sus errores del pasado con la boda de Almeida, acaso el mayor acto de conservadurismo que uno puede reivindicar en este mundo de mayorías absolutas y consensos ídem. La boda del alcalde y la joven Teresa supone una enmienda a la totalidad de lo que han vivido el propio alcalde y la propia Teresa.
Si en el cielo hay más alegría por un pecador que se convierte que por la salvación de noventa y nueve justos, la boda de Almeida a mí me llena de entusiasmo. Rodeados de gente feliz, de amigos que les quieren y de una familia emocionada desde la barrera del cielo, Almeida ha redimido todos sus errores con sólo dos palabras, y pienso que ni San Dimas fue tan breve. El «sí, quiero» del alcalde ha sido su zasca definitivo. Y yo me alegro.