Por fin han quitado las mascarillas en interiores y parece que, por una vez, el Gobierno ha dado una a derechas. ¿Y qué decir cuando algo está bien hecho? Felicitar a los culpables y hacer fiesta hasta que rompa el techo. Que sí, que ya sabemos que Sánchez es sólo un títere y que el master of puppets está en Bruselas manejando el cotarro, que lo de Ucrania ha eclipsado todo lo demás, que ellos son los mismos que nos las impusieron y que si no es por Vox y la presión social, las seguiríamos llevando hasta el fin de los días, pero bueno, lo importante es que hoy somos un pelín más libres que ayer. Así que, celebremos que desde ahora ya puedes enseñarle tus dientes perfectamente alineados al tipo de seguridad del Burger King que amenazaba con echarte cada vez que te asomaba la nariz por encima de la mascarilla y disfrutemos.

Después de 700 días, que me han parecido seis años, el Gobierno ha eliminado la obligatoriedad de usar cubrebocas en interiores. Por supuesto, como ya nos tienen acostumbrados, nada llega de sopetón, van poquito a poco y nos lo reparten en pequeñas dosis para que nos sintamos agradecidos. Hace meses dejaron de ser obligatorias en exteriores, ahora en interiores y aún está por ver en los hospitales y el transporte público. Tal y como van las cosas me parece que su extinción se hará de rogar y solamente cuando la sociedad esté completamente harta la farsa llegará a su fin. Ahora bien, con esta buena nueva, ¿dejaremos de ver las mascarillas por la calle? ¿dejaremos de ver a gente conduciendo sola con ella puesta? Nada más lejos de la realidad, queridos lectores. Aquí, excepto unos pocos, nadie lo ha celebrado como se merece. De hecho, la noticia parece que ha pasado sin pena ni gloria y aún hay una aplastante mayoría que la lleva puesta como si nada hubiera pasado. Como dirían algunos, «han venido para quedarse». Pero no por obligación, se van a quedar porque hay gente que es feliz llevándola, que es feliz señalando al que no la usa, que se siente segura tapándose la cara y, por último, y no menos importante, que han descubierto que con ella puesta no parecen tan feos. Para estos el virus no sólo fue lo más importante que les ha pasado en sus vidas, sino que también creen que, si no fuese por ellos, sus vacunas, sus geles hidroalcohólicos y sus bozales, los hospitales habrían colapsado y el mundo se habría ido al garete y por tanto, todos los inconscientes que no las usábamos, les debemos rendir pleitesía.

Sinceramente, entiendo que muchos las acaben echando de menos, las hemos tenido de todos los materiales y colores: de Gore-Tex, con estampados florales, Dry-Fit para hacer deporte, de plástico o mis favoritas, las de rejilla de chica de alquiler. Durante dos años se han convertido en el complemento perfecto para muchos y han servido para hacer de ellas un símbolo y una bandera donde poder mostrarle al mundo sus gustos, sus filias y hasta sus reivindicaciones. ¿Qué mejor manera de presumir cómo te sientes que con un bozal LGTBIQ+? ¿Y por qué no ibas a ponerte el trapo morado para que se vea bien que eres el último que aún se siente orgulloso de votar a Podemos? Creo que con el tiempo acabarán siendo un artículo de coleccionismo freak como las gorras de Caja Rural o las camisetas del Mundial del 82 y que dentro de no mucho, la gente se pondrá las mascarillas de Comisiones Obreras para echarse unas risas.

Lo cierto es que, aparte de un buen negocio para los políticos y sus amiguetes (lo de las comisiones sólo acaba de empezar), no han servido para nada más que molestar y clasificarnos en buenos y malos ciudadanos. Sus cualidades y su uso indiscriminado no han tenido en ningún momento algo que ver con la ciencia o la salud y así en países como Suecia donde no se han impuesto, el virus ha pasado desapercibido. Y ni hablar de lo de obligar a los niños a llevar el bozal en los colegios mientras Jorge Javier, Risto Mejide, Susanna Grisso y todo el estercolero mediático han lucido sonrisa en los platós como si la cosa no fuera con ellos. Qué quieren que les diga, pero más de uno debería sentar el pandero en el banquillo de los acusados.

No puedo terminar sin agradecer de corazón a los dictadorzuelos como Feijóo por su esfuerzo sobrehumano para imponerlas hasta para ir al cuarto de baño y esta vez no es broma. Gracias a ellos he podido conocer mejor a los que me rodean, su uso me ha permitido descubrir quienes de entre mis allegados las llevaban por sumisión, quienes por miedo y quienes por falta de personalidad y la telilla, en muchos casos, se ha convertido en un muro de hormigón armado que ha acabado silenciando hasta a los más cercanos y me ha enseñado quien tiene dos dedos de frente y de verdad vale la pena.