Cuando muere un escritor cuya obra has ido incorporando a tu vida a medida que transcurrían los años, un escritor que, en paralelo a su obra de ficción, ha dedicado una parte de su magno desempeño intelectual a desentrañar las claves de un tiempo tan convulso como el que nos ha tocado vivir, en lo primero que piensas es en la manera de saldar, muy modestamente, la deuda que has contraído con él. Con Mario Vargas Llosa siento que tengo esa deuda. Es una deuda literaria, en primer lugar, por el placer que uno ha experimentado leyendo sus libros; pero es también un deber de reconocimiento hacia la figura del escritor total, hacia el hombre consagrado a su oficio como a una especie de monacato ascético, imbuido de la disciplina espartana propia de quien cree en el esfuerzo tenaz por encima de cualquier otro atajo que haga del compromiso con la creación un camino menos tortuoso.
Esa dimensión ejemplar de Vargas Llosa yo la ignoraba por completo cuando leí su primera novela. Tendría por entonces diecinueve o veinte años. En segundo de carrera, en la Facultad de Filología de mi universidad, tuvimos la inmensa suerte de contar con una optativa que, a quienes decidimos cursarla, iba a abrirnos el horizonte de nuestras expectativas literarias más allá de lo imaginable. Se trataba de Literatura Hispanoamericana. Allí, en el amplio catálogo de lecturas que el profesor nos proponía para que escogiéramos las que mejor nos pareciesen, figuraban todos los autores del célebre boom. Por entonces, yo ya había leído algo de Borges y de García Márquez, pero nada de Vargas Llosa y, al consultar la lista de libros que el profesor nos había repartido el primer día de clase, mi mirada se detuvo en un título cuya sobriedad, casi cortante, me sedujo de inmediato: La ciudad y los perros.
Quedé maravillado por la fuerza de lo que allí se describía, por las ásperas vivencias de los alumnos del Leoncio Prado, un internado militar limeño regido por códigos brutales, pero me acuerdo también de las dificultades que debí afrontar para no perder el hilo de la historia, porque a lo que me estaba conduciendo por primera vez aquella novela, descarnada y a la vez extrañamente lírica, era a una forma de narrar diferente a la que estaba habituado, un universo de voces superpuestas y de planos temporales en los que el presente y el pasado se entrecruzaban hasta el punto de hacerte dudar del sentido de lo que estabas leyendo. Comprendí entonces, mientras me aplicaba a la tarea de tomar notas sobre las características de los personajes que poblaban la trama, que para el autor, tan importante como la historia en sí era la manera de presentársela al lector, nunca de forma lineal y transparente, sino a través de procedimientos altamente sinuosos que, si bien dificultaban hasta cierto punto la lectura, hacían de ella una experiencia mucho más sugerente y enriquecedora.
Debo anotar en este punto la conmoción que me causó, una vez acabada la novela, el descubrimiento de que Vargas Llosa la había escrito con tan sólo veintiséis años. Porque aquélla era una obra de una madurez asombrosa. ¿Qué podía haber escrito en lo sucesivo? La pregunta, obviamente, sólo podía responderse perseverando en su lectura. Descubrí, a lo largo de los años siguientes, nuevos prodigios: Pantaleón y las visitadoras, La tía Julia y el escribidor, La guerra del fin del mundo, Conversación en la catedral, La fiesta del chivo… Y un relato, Los cachorros, que siempre me ha parecido sublime, y que despertó en mí esa clase de fascinación que luego te lleva a tratar de convertir en materia literaria un eco de tus propias experiencias vitales.
Fervoroso admirador de los grandes novelistas del XIX, y muy en especial de Flaubert, a quien dedicó uno de sus ensayos, en sus novelas, sobre todo en las de su primera etapa, Vargas Llosa asumía los riesgos propios de un escritor escasamente proclive a acomodarse. Esta búsqueda incesante de nuevos caminos fue también una marca distintiva de su trayectoria personal más allá del ámbito de la literatura. Es de sobra conocido que tras dejar atrás sus simpatías por el comunismo, a causa del desencanto que le produjo la deriva tiránica del régimen castrista, viró hacia posiciones liberales, lo que habría de depararle críticas acerbas. Su incursión en el terreno de la política activa como candidato a la presidencia de la república del Perú fue otra de esas situaciones en las que la proyección de un espíritu inquieto y comprometido con la tremenda problemática de su país corría el riesgo de confundirse con los afanes de una personalidad en la que en ocasiones daba la impresión de que brillara un punto de megalómana desmesura.
Luego llegaron los más altos reconocimientos, entre ellos el Nobel, los esplendores de la celebridad planetaria, esa paulatina conversión del escritor en una especie de figura oracular que seduce con el encanto arrebatador de su elocuencia. Una elocuencia que, no obstante su versatilidad, alcanzaba su grado más alto de calidez cuando la materia sobre la que disertaba era la literatura. Muy por encima de la política, la literatura fue la ambición máxima de su vida. Leer sus novelas, indagar en sus ensayos, escucharlo hablar sobre la pasión de leer y de escribir, sobre la personalidad y la obra de sus autores predilectos te hacía entender en qué consiste la entrega incondicional a una vocación absorbente.
El ser humano, víctima de sombríos fatalismos, vapuleado por la historia, dominado por sus pasiones, seducido por los espejismos de una utopía que acaba desatando las mayores hecatombes, es el eje fundamental de una obra que nos brinda una extensa materia para el disfrute y la reflexión. Vargas Llosa consiguió dar a estos temas un tratamiento narrativo excepcional. De ahí que su muerte concierna a toda una generación que a través de él —impenitente realista, lúcido cronista de las desventuras de un continente sometido a las sevicias de una clase política por lo general infame— descubrió el inmenso poder revelador de esa verdad a la que, como él mismo nos recordó en uno de sus ensayos, sólo no es dado acceder por medio de mentiras. Las mentiras de una imaginación portentosa que ahora enmudece y deja un legado que, presumiblemente, esté llamado a resistir las habituales devastaciones del tiempo.