Hace un par de semanas estuve jugando al fútbol con Ignacio, que lleva meses sin poder lucirse en el terreno de juego. Un gol intrascendente, de esos que se orquestan a propósito, Ignacio lo celebra con la euforia del ganador, como si ese balón entre los palos fuese una victoria a la enfermedad que hace tiempo lo alejó del patio del colegio. Ignacio sonríe y nos hace reír a todos con su desparpajo: ser el menor de casa es una escuela de vida. Un lunes de febrero por la tarde, cuando muchos aún debaten con sus legañas si todo esto merece la pena, Ignacio viene a recordarme que sí. Tuvimos que entregarle un trofeo de campeón.

Una semana más tarde me escribe Pablo. Quedar a tomar algo con Pablo no es un examen fácil, porque el tipo pregunta inquisitorialmente sobre todo lo que uno pudiera imaginar. Qué tal los estudios, novia por fin, cómo rezas últimamente, no te parece que este político es bueno, qué deporte practicas últimamente, grande proyectos en mente, has leído tal libro, me está costando esto en casa, etc. Pablo no dialoga, asaetea. Es, de entre todos mis amigos, el mejor arquero. Y yo le parezco una diana estupenda, claro. Pienso cómo conocí, de rebote, a Pablo y me viene una sonrisa a la cara. En las postrimerías de un mitin de VOX, cuando ambos yacíamos aturdidos por el griterío legionario, una mirada cómplice nos unió: nada como la común discrepancia.

De rebote también conocí a Antonio. Unos mensajes cruzados, como de adolescente travieso. Un hombre confundido que injustificadamente dice que sí. Una amistad que parece haber llegado en el momento exacto. Y a partir de ahí, menús del día en El Yate, conversaciones telegráficas llenas de miga, proyectos compartidos y alguna ilusión más en común. Uno podría pensar que de un despido brota el rencor pero Antonio, en una sobremesa cualquiera charlando sobre gente estupenda, enmienda la mayor: cuánto bien sale del mal. Es martes a mediodía y ya no me queda nada por aprender en todo el día.

Me entero por ahí que Bosco no-sé-qué. Me lo habían comentado hace meses y yo le otorgué una credibilidad inusitada. Si es que se le ve en la cara. A Bosco me lo cruzo cada semana en Misa y de tanto compartir banco ya hemos empezado a darnos la paz con un abrazo. Supongo que así es como se sella una amistad improvisada. Pero claro, le saco el tema o no. Puedo acertar y entonces brindaremos entre risas pero ay si fallo, ay. Quedamos a tomar un café a la hora de clase y aquello se alarga dos horas y media. ¡Qué bien se está aquí! Por fin, cuando amago con sacar el tema, se me adelanta entre balbuceos. Ahora sé que la amistad no se selló en Misa sino, más bien, en aquella conversación sincera, por primera vez. 

Pero el mejor de todos los ejemplos me lo presta Alberto. Comentamos siempre entre risas —es el dialecto de los gañanes— su dificultad, que es la mía, para acercarse exitosamente a una muchacha. Hemos aprendido por la vía rápida a cubrirnos las espaldas. Él promete que no lo hace aposta, pero nos llega, a última hora de la noche, un mensaje al móvil: le ha atropellado un autobús uno de estos días lluviosos de Madrid, y yace en el suelo de la calle Serrano rodeado de niñas guapas que están por terminar la carrera de enfermería. El SAMUR acude en su ayuda. El moratón es considerable pero Alberto nos lo reconoce en petit comité: tiene la bandeja de WhatsApp llena de mensajes femeninos. De lo peor, lo mejor.