Este sábado cumple 40 años la Ley Orgánica 9/1985, de 5 de julio, de reforma del artículo 417 bis del antiguo Código Penal, que despenalizaba el aborto en España a partir de un sistema de supuestos. El primero («que sea necesario para evitar un grave peligro para la vida o la salud física o psíquica de la embarazada y así conste en un dictamen emitido con anterioridad a la intervención por un médico de la especialidad correspondiente, distinto de aquel por quien o bajo cuya dirección se practique el aborto») terminaría convirtiéndose en el resquicio por el que se colarían la mayoría de los abortos.
En torno al aborto florecería una industria que primero creó un estado de ánimo en la opinión publica —el famoso reportaje sobre los abortos en Londres, por ejemplo— y después prestaría su letal servicio mediante el correspondiente cobro. Las acciones de influencia sobre el lenguaje y los marcos narrativos («salud sexual y reproductiva»,«interrupción voluntaria del embarazo», etc.) terminaron convirtiendo España en un lugar donde el vientre de la propia madre puede ser un lugar peligroso: se calcula en más de dos millones el número de abortos practicados en España desde 1985.
Sin embargo, no querría centrarme en estas cifras pavorosas, sino en el triunfo de la cultura de la muerte en nuestra tierra: de las familias numerosas se pasó a matar a los bebés en el seno materno y encima so pretexto de un pretendido derecho. ¿Cómo ha sido posible esto? ¿En qué momento enloquecimos de ese modo? ¿Qué nos pasó? Sospecho que, en ese tránsito a la democracia, entraron como«modernas», es decir, a la altura del tiempo, algunas cosas simplemente aterradoras: bajo el aplauso con el que se celebraban las reformas, resonaban los gritos silenciosos de los bebes triturados, aspirados y troceados. No hay nada democrático, ni avanzado, ni moderno en la muerte de los radicalmente inocentes.
Una sociedad que extermina a sus bebes quizá no merezca sobrevivir y deba desaparecer de la historia. Hablamos mucho de la crisis y el invierno demográficos, de la despoblación, de la disolución de la identidad nacional como consecuencia de la inmigración masiva. Tal vez deberíamos reflexionar sobre las consecuencias del aborto. Se habla mucho de los inmigrantes que podrían ser genios o contribuir al progreso de la humanidad. No oímos mensajes similares sobre los concebidos no nacidos que cada años mueren, a decenas de miles, en las clínicas abortistas de toda España.
El proceso industrial de la muerte, que comenzó hace cuarenta años en nuestro país, revela hoy a las claras la oscuridad de su rostro: los españoles nos estamos extinguiendo. En algunas décadas, si las cosas no cambian, seremos una minoría en nuestra propia tierra. La cultura no sólo se transmite en los colegios, sino tamién olen las familias —quizá sobre todo en ellas— y han sido las familias las grandes perdedoras de los consensos progresistas que se impusieron lentamente desde 1978 y que hicieron del aborto un derecho. El exterminio de los niños con Síndrome de Down dice mucho sobre el declive de los cuidados la responsabilidad y el sacrificio en nuestro tiempo. Escuchar el latido de la criatura en el vientre es sólo el primer paso para la recordar la olvidada humanidad del concebido no nacido.
La tragedia de la violación sirvió como coartada para que la sociedad aceptase la tragedia del aborto. El bebé inocente pagaría las consecuencias de un crimen como si fuese el culpable. La pendiente resbaladiza y la persuasión de masas harían el resto: detrás de la violación llegaron otras cosas. En el fondo, estaba el falso debate de elegir entre una vida u otra en lugar de salvar las dos. Se convirtió al hijo en enemigo de la madre. Al padre directamente se lo suprimió de la ecuación; otro día hablaremos de eso.
Se educó a las generaciones más jóvenes en la desconfianza de la paternidad, de la maternidad y de la crianza. Se presentó el aborto como la salida razonable y fácil a los desafíos de una nueva vida. Se silenció a quien reivindicaba que toda vida es sagrada desde la concepción hasta la muerte natural.
En España, hoy debería ser un día de silencio y oración, de recogimiento y luto por esos millones de bebés que nunca vieron la luz a pesar de estar llamados a ella. Hoy deberían llenarse las iglesias y los oratorios. Hoy deberíamos prepararnos para un juicio en que habremos de pedir cuentas de la sangre de nuestros hermanos, muertos en los vientres de sus madres.
Que Dios nos perdone.