La victoria de Trump es, en líneas generales, una buena noticia. Aunque uno tiene que retirarse un poco las anteojeras para atisbar aquella ley provida concreta, esa defensa insospechada de la existencia de dos sexos (¡sólo!) o aquel discurso en favor de las capillas de Adoración perpetua, basta con hacerlo un poco. Trump trae, bajo un envoltorio algo disparatado, una sucesión de muñecas de matrioska que nos convencen. Dentro siempre queda, eso sí, la sorpresa final. ¿Habrá más muñequitos?
En estas mismas líneas generales, el protagonismo de Elon Musk ahora se evidencia defectuoso. Yo por la paternidad física siento una reverencia casi papal pero ni siquiera la prole numerosa de Musk es argumento para defender su chifladura. Una camada que lleva el nombre, por cierto, de varios tornillos del Ikea. Suponemos que aquellos que le faltan a Elon. El magnate estadounidense ha sido elevado a la categoría de gurú, que eso va a ser durante la legislatura, y no parece el nombramiento más sensato del presidente.
No me sorprende, pese a todo, la excentricidad de este señor, que pretende acabar sus días en Marte —cerca me parece—. Lo más escandaloso es el acomodo conservador, reaccionario o soberanista, llámelo como quiera, a las idas y venidas de Musk. Los mismos que llevan años denunciando las garras del multimillonario George Soros ahora ven manitas de cordero en Musk. Podemos engañarnos y pensar que son radicalmente distintos pero lo cierto es que apenas les separan unos dígitos en el banco.
Es más: peor me parece Musk. El fuego enemigo se ve desde bien lejos pero las fauces de la retaguardia siempre aparecen sibilinamente. Que Soros quiera aleccionar a nuestros niños regando con su dinero a mujeres con pene y señoros con vagina debe alertarnos, pero no más que la actitud majadera de Musk, que pretende ponerles en la cabeza un implante artificial. Alguien que, de nuevo, llama a sus hijos Techno Mechanicus, Exa Dark Sideræl, o X AE A-XII, merece toda nuestra alerta. Prefiero que el dinero del mal vaya a lobbies progres —nosotros tenemos bibliotecas— a que termine en microchips injertados.
No entiendo por todo eso la celebración de Musk. ¿De verdad puede ser nuestro aliado este señor? Cuántos conservadores de barrio fruncen el ceño con BlackRock —hacen bien— pero al tiempo aplauden los cohetes de Musk. Cuántos tuiteros catalanes proclaman desde Twitter su personalísima soberanía mientras ceden sus datos a una empresa estadounidense que ignora dónde está ¿España? ¿Acaso no forma parte de los BRICS? Cuántos silbidos a Botín y cuánto clap clap clap al chiflado de Musk. ¿No veis que son lo mismo?
No debemos confundir esperanza con ceguera. Creer que lo mejor vendrá —me sumo a esta convicción— no significa que debamos dejar la prudencia de lado. Sin cardo ni decumanus perdemos la distancia política necesaria. Mi amigo Cezo ha tuiteado con precisión: «Igual que para morder el cuello de cualquier hijo de puta que nos gobierna es conveniente conceder la gracia de los primeros 100 días de gobierno, es prudente hacer lo mismo antes de lamer los zapatos al que nos cae simpático». Pues eso.
Que Elon parezca de los nuestros no me deja tranquilo. En cien días veremos cómo evoluciona su majadería galáctica. El problema de los millonarios es que todo lo creen posible no por la fuerza de Dios sino por el poder de su cartera. Pienso ahora en Churchill, cuyo busto ha vuelto al despacho oval. Al término de su mandato, la Reina le ofreció toda clase de riquezas, hasta el ducado de Randolph —según el Primer Ministro confesó a su colaborador Colville. Él todo lo rechazó. «La riqueza es otra cosa, majestad». Eso todavía lo tiene que entender Musk.