A veces sueño con el apocalipsis, con el día del juicio final, con Skynet o Putin dejándose de amenazas y echándole valor para lanzar ojivas termonucleares a Londres, París, Madrid o Berlín y que las llamas lo consuman todo a su paso. Que la radiación acabe con la vida de hasta el último microbio y que el bronceado nuclear sea la última tendencia. Que sea rápido y después se acabe todo.
2.400 millones de euros llevamos gastados los españoles en vacunas desde que empezó el circo. 2.400 millones regalados, perdidos, malgastados. Porque ya sabemos que las vacunas ni impiden el contagio, ni evitan la transmisión. 2.400 millones de euros que van a las arcas de Pfizer, Moderna, BioNTech, AstraZeneca, el FMI, la OMS y cientos de intermediarios que se quedan su parte del pastel. 2400 millones en terapias génicas, en un medicamento en fase experimental con efectos secundarios graves y otros aún por conocer. 2.400 millones que han salido de nuestros bolsillos, de nuestros impuestos, de nuestro trabajo. 2.400 millones que no tenemos, que no podemos gastar y no volveremos a ver. 2.400 millones y 400 millones de euros que han presupuestado para el año que viene.
Siempre que se hace una defensa de los impuestos se recurre a las pensiones, a la sanidad, a la educación y a las carreteras. Es obvio que una parte de nuestro sueldo va destinado a cubrir todas esas necesidades, pero un importante porcentaje va para pagar viajes en jet, coches oficiales, fiestas, jamón o sueldos desorbitados. Y de todo eso no se habla. Como tampoco se habla de los 20 mil millones de beneficio de Pfizer en el último año, o de los acuerdos opacos con las farmacéuticas y la Unión Europea ni del funcionamiento del FMI. No nos dicen cómo es posible pagar 1.300 euros al día a Ursula von der Leyen o 220 mil euros al año a Meritxell Batet. Nos ocultan que la deuda española sigue en aumento año tras año y qué supone eso para nuestra soberanía, o que cada céntimo «prestado» por Europa tiene un interés. No nos cuentan que la desindustrialización de España sólo beneficia a nuestros supuestos aliados ni nos dicen en manos de quién estamos. Simplemente no nos hablan de todas esas cosas porque no quieren que lo sepamos.
Cuando hablamos de economía y globalismo no existe la casualidad. Todo tiene un porqué, siempre hay una motivación, siempre hay intereses y absolutamente todo está conectado. No es casualidad que fuese precisamente Bill Gates el que invirtiese 50 millones en BioNTech en 2019, como tampoco es casualidad que en febrero de 2020 entrase en el consejo de Pfizer la exconsejera delegada de la Fundación Gates, Susan Desmond-Hellman. No es casualidad que el supuesto virus surgiese en China, como tampoco es coincidencia que Blackrock sea el mayor accionista de Pfizer y de los grandes medios de comunicación. Tampoco es casualidad que el marido de Ursula von der Leyen sea director de Orgenesis, empresa global de biotecnología que opera para proporcionar terapias celulares y genéticas.
Cada año Klaus Schwab y sus amigos se reúnen a puerta cerrada para planificar el mundo, para tomar decisiones al margen de los ciudadanos, con la complicidad y el beneplácito de muchos políticos que han confiado la suerte del planeta a una serie de niños ricos con complejo de Dioses. Sus fortunas adelantan a los países por la derecha, compran cuerpos y doblegan almas y dejan en manos del club Bilderberg el futuro del mundo entero. Así se entiende mejor que Pedro Sánchez afirme lo peligroso que es que pensemos que el dinero está mejor en nuestro bolsillo. Sencillamente porque lo quiere en el suyo.
Ésta es la cruda realidad que estamos viviendo. Monitorizan nuestros pasos, nos controlan, nos prohíben ser libres, nos quieren dóciles, callados y dependientes. No sólo pretenden que les paguemos la fiesta, quieren utilizarnos como buenos titiriteros a sus marionetas.