Si bien es verdad que lo habitual en mis artículos es abordar las políticas y medidas que se adoptan desde las instituciones para así poder dilucidar las cuestiones que acompañan a los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la Agenda 2030, es conveniente hacer una pausa y traer a colación una realidad que se está manifestando lentamente gracias a la labor persistente de muchos pequeños David que se plantan frente al gigante Goliat que encarna hoy el globalismo. Una manifestación de ello es cómo en la discusión popular que se puede encontrar en los bares de barrios obreros y burgueses hay quienes de repente te sorprenden con críticas abiertas a la agenda, a la que empiezan a ver como causante de miserias en lugar de la panacea que vendía en un primer momento el marketing político. Además, es un debate que trasciende a la (falsa) dicotomía de izquierda o derecha y los cánones ideológicos mediante los que la caverna mediática nos ha entretenido durante más de cuarenta años se tambalea.

Los electores de Castilla y León van a acudir este domingo a las urnas para determinar la nueva composición de sus cortes, así como para que de estos apoderados salga el nuevo gobierno autonómico tras las puñaladas y deslealtades democráticas propias de partidos como el Partido Popular, Ciudadanos o el Partido Socialista Obrero. A raíz de estas maquinaciones, se han sentado las bases de unos debates que no se están produciendo y que pondrían de fondo la cuestión de lo local frente a lo global.

La realidad sociológica y económica de Castilla la Vieja impide que se puedan trasladar fructíferamente allí debates cosmopolitas y filantrópicos como los que llevan aparejadas las ideologías posmodernas sobre las que se sustenta la Agenda 2030. Por ello, cuando los partidos pretenden desplazar dichas cuestiones a un mundo principalmente rural, lo que siente el votante es que no se les ofrecen soluciones a sus problemas reales. El ejemplo más grosero de esto es cómo un sector del espectro ideológico ha tenido que o contentar al modelo hippie que defiende el lobby Greenpeace o bien atender a lo que demanda el ciudadano. Así, el debate suscitado entorno a las inexistentes «macrogranjas» gozaba de dos soluciones: o continuar el relato verde del lobby o entender que el mundo ganadero necesita de la producción intensiva para poder sobrevivir, ya que una producción extensiva encarecería tanto el producto final que abocaría al ganadero medio a la más inmediata quiebra. Lo mismo pasa con la agricultura.

Ante esta dicotomía, el ministro Garzón no dudó en alinearse con el lobby mientras comprometía no solo a Unidas Podemos, sino también al PSOE. De esta manera, ha quedado latente que la izquierda obrera y sindical que antaño tomase como referencia de sus políticas las clases económicamente más bajas, ahora opta por ser un movimiento buenista que prefiere vivir dentro de una realidad cuyos límites son acotados por el estilo de vida malasañero. Esta forma de vida, que ensalza causas como la defensa de las minorías -no por ser buenas sino por presumir su indefensión, puro moralismo posmoderno-, pretende liberar a la mujer promocionando políticas contrarias a la natalidad, altera el orden natural de los sexos mediante la ideología de género y esconde todo mal a base de Whiskas, Satisfayer y Lexatin, como escribiría Esperanza Ruíz en su día.

En el otro lado tenemos un Partido Popular que, pese a ser firmante de la Agenda 2030, tiene que realizar su papel de ser oposición a lo que dice la izquierda, pese a que después actúe igual que ella. Además, está Vox, el único partido con exposición mediática que ha rechazado al globalismo y el cual promociona su Agenda España, procurando con ella responder a las necesidades de aquellas realidades que van más allá de Chueca o Malasaña. De manera más clara se plantea la cuestión principal de qué motivos hay para ser cada día más pobres. El ciudadano, viendo los efectos de las políticas eugenésicas y globalistas se cuestiona por qué debemos no tener nada y presuponer que así seremos felices.

Por último, los partidos de la llamada «España vaciada». Opciones que no se sabe muy bien por dónde podrían ir en términos ideológicos, aunque todo apunta a que mayoritariamente (a excepción de Por Ávila) seguirán los pasos de Teruel Existe. Marcas locales, surgidas y ensalzadas por el descontento de los ciudadanos de ciertas regiones ante los efectos de la aplicación continuada de las políticas de la Agenda 2030, que paradójicamente pueden acabar siendo un apoyo de los partidos que precisamente han implantado esas directrices. Una estrategia de captación de votantes hastiados del sistema para reorientarlos a una línea ideológica globalista, puramente sistémica.

Por ello, se puede considerar que estas elecciones trascienden de manera clara el debate izquierda o derecha. Es verdad que hay votantes que de toda la vida han sido de X o de Y, y esto no va a cambiar salvo experiencia traumática. Dejando de lado esta suerte de hooliganismo democrático (o partitocrático), el voto se espera que también sirva para ver cómo poco a poco se va plantando la cuestión de fondo. Esta no se trata de que media sociedad canibalice a la otra mitad a través de la imposición de la derecha sobre la izquierda o viceversa; sino de ante quién rinde cuentas los representantes políticos en última instancia. Es decir, ver si las ideologías posmodernas como el climatismo o el sexualismo son capaces de vendar y aislar de la realidad al ciudadano mientras se le despoja de todo cuanto tiene, como bien demuestran las políticas iniciadas con la excusa de la Agenda 2030.

Podremos ir extrayendo la lectura de hasta qué punto los ciudadanos empiezan a hartarse de los dogmas propugnados por el Foro de Davos. Este termómetro igual nos ayuda a dilucidar los ánimos de la población hacia eso de no tener nada y, aun así, ser felices.