No puedo evitarlo. Enfilo Ponzano y mis pies dejan de ser míos. Da igual que vaya con mil cosas en la cabeza o que llegue tarde a algún lado —y últimamente llego tarde demasiadas veces. Cruzo Bretón de los Herreros y me paro de sopetón. Frente al mismo chaflán, frente a mis recuerdos. El bar ha cambiado de nombre y de decoración, pero la barra sigue en el mismo sitio. Nos veo a los dos en ella, a Ignacio y a mí, cuando tomamos aquella última cerveza que tantas veces me había cancelado. Me explicó que estaba mal, que pronto iba a estar mejor, que le íbamos a tener más presente. Balbuceante, le dije algo así como que contara conmigo, que para eso estábamos los amigos.

También me quedo descolocado unos segundos, me siento desorientado, al pasar por esa oficina al principio de Castellana en la que el mismo Ignacio me quiso dar «un tortazo de realidad». Me alentó encarecidamente a preparar mi futuro y hoy, casi una década después, sigo sin un plan de pensiones privado y la inflación se está comiendo mis ahorros. Por ahora tampoco he traído niños al mundo para pagar las pensiones de mi generación, aunque mis amigos, nuestros amigos, sí están poniéndole ganas a lo de dar la vuelta a la pirámide de población. Pero esa es otra historia.

Un 13 de junio, el de hace siete años, recibí una de esas llamadas que uno no quiere recibir. «Rodrigo, Ignacio…», empezó a pronunciar mi tío —que también lo era de él— al otro lado de la línea. No recuerdo si me dio más detalles, pero mi cabeza conectó rápidamente las piezas del puzle: sabía que la noche anterior Ignacio no había pasado por casa y supe que ya no pasaría más. Fui rápidamente a por un gran amigo en común que estaba en la misma comida y, con la cara desencajada, le cogí del brazo: «Vámonos a Madrid, Ignacio se ha suicidado». En el coche intercalamos rosarios, rezados de aquella manera, con llamadas a nuestros amigos. El mismo mazazo una y otra vez. La misma incredulidad. «¿Dónde quedamos?», preguntaban, como si al encontrarnos fuéramos a despertar de la pesadilla. No había tanatorio al que acudir en ese momento, ¿adónde ir sino al colegio en el que se había labrado nuestra amistad? A ver a nuestra Madre, bajo cuyo manto sagrado nuestras madres nos dejaron, para que nos iluminara desde su altar…

Aunque tengo la certeza de que la muerte no tiene la última palabra, me tiré meses, años incluso, repitiendo: «Ignacio, cabrón, ¿qué has hecho?». Lo gritaba a los cuatro vientos, con rabia y dolor, y me lo repetía para mis adentros, con un pesado sentimiento de culpa. ¿Y si hubiera estado más pendiente de él? ¿Y si hubiera entendido mejor nuestra última conversación? ¿Y si nuestro Núcleo Duro no hubiera dado tanta importancia a cosas que en realidad no la tenían? Imaginaba todos los planes que mi amigo había dejado a medias, los viajes que ya no compartiríamos, la cantidad de discusiones en las que él siempre habría ejercido de abogado del diablo, las miles de canciones que ya no berrearía… Mientras unos formaban familias o cambiaban de trabajo, él se habría montado en el dólar tres o cuatro veces y se habría arruinado otras tantas. Quizá nos habría sorprendido con una extranjera despampanante como mujer. Quizá habría montado una galería de arte con su jefa. Quizá se habría ido a dar la vuelta al mundo. Ay, cuántos y si y cuántos quizá, ¿y si no sirviera de nada?

Entonces dejé de martirizarme con lo que pudo ser y no fue para pensar en lo que sí fue y en lo que puede ser. Al pararme frente al bar de Ponzano o frente a aquella oficina, siento una punzada de dolor, aunque pronto da paso a un profundo agradecimiento por todo lo que viví con Ignacio. Como escribía Daniel Capó hace unos días, «somos nosotros los que guardamos esta memoria, que no es el recuerdo de la muerte, sino de la vida». Nos toca custodiarla, igual que nos toca cuidarnos a los que seguimos aquí abajo. Está bien que la salud mental ya no sea un tabú y que se aborde con preocupación el récord de suicidios, pero, si seguimos corriendo de aquí para allá, sin preguntar al de al lado cómo está ni escucharlo, quizá se nos atraganté algún y si en el futuro. Ojalá que no.