«Profunda vergüenza y dolor». Así se expresaba en una carta personal a los fieles de Múnich, hecha pública a comienzos de febrero, el papa emérito Benedicto XVI sobre su relación con situaciones de abusos en la Iglesia. Con ella sale al paso de las acusaciones de un informe elaborado en su tierra bávara sobre sus posibles responsabilidades ante las acusaciones de haber encubierto el caso de un sacerdote abusador mientras tenía responsabilidades en la diócesis muniquesa. Toda la primera parte trata de explicar su lugar en esos hechos con una sinceridad profundamente conmovedora, en la que aun dándose situaciones de humanos errores por desconocimiento en esa su supuesta responsabilidad, no elude su propia culpa.

La carta suena a penitencia y despedida con sus 94 años de vida. Desde la mirada de fe y confianza de quien se sabe próximo a encontrarse con el Señor y Juez de la historia, y a modo de voz colectiva de los creyentes, aunque desde su propia y personal experiencia y situación, no hace sino reconocer la culpa, la grandísima culpa de la Iglesia con el terrible drama de los abusos. Una carta que habla de perdón, de víctimas, de culpa, de confianza, de fe. Como en todos sus textos, y siendo sin más una carta, en cada frase muestra una profunda espiritualidad y una altísima reflexión teológica que siempre han acompañado al creyente, al teólogo y al pastor que ha sido Joseph Ratzinger.

«En todos mis encuentros, especialmente durante mis numerosos viajes apostólicos, con víctimas de abusos sexuales por parte de sacerdotes, he visto en los ojos las consecuencias de una grandísima culpa y he aprendido a comprender que nosotros mismos nos vemos arrastrados a esta grandísima culpa cuando la descuidamos o cuando no la afrontamos con la necesaria decisión y responsabilidad, como con demasiada frecuencia ha ocurrido y ocurre». Así de directo se expresa el que siendo Papa trató de poner luz, orden, limpieza en tantos aspectos demasiado oscuros de esta nuestra Iglesia. «Una vez más sólo puedo expresar a todas las víctimas de abusos sexuales mi profunda vergüenza, mi gran dolor y mi sincera petición de perdón. He tenido una gran responsabilidad en la Iglesia Católica. Tanto más grande es mi dolor por los abusos y los errores que se han producido durante el tiempo de mi mandato en los respectivos lugares. Cada caso de abuso sexual es terrible e irreparable. A las víctimas de abusos sexuales va mi más profunda compasión y amargura por cada uno de los casos».

Así de directo habla: la Iglesia en su conjunto participa de la culpa de estas situaciones por, en tantas ocasiones, haber sido poco diligente, poco decidida, poco valiente, en exceso indulgente. Por no haber puesto a las víctimas tantas veces en el centro de su preocupación y su ocupación. Por tantas veces haber mirado a otra parte. Por tantas veces haber minimizado aquellas tremendas situaciones.

El miedo es mal consejero. Siempre lo ha sido. Y a veces una mal entendida misericordia ha llevado a conductas más que reprochables de ocultamiento y de traslado que no hicieron sino generar aún más dolor. No era ésa la forma de ayudar a las víctimas ni de ayudar a cambiar y reinsertarse a los abusadores. Ahora lo sabemos bien. La tan traída «tolerancia cero» ciertamente llegó demasiado tarde, y aunque al fin se ha logrado imponer —no se toleraría en modo alguno hoy en día tantas cosas que en otras décadas se dieron—, no deja de haber un terrible peso de vergüenza y culpa desde las que hoy se intenta reparar, en la medida que se pueda, lo que jamás debió de ocurrir.

Aun así, hay quien todavía ve poca claridad en cómo la Iglesia hoy aborda estas situaciones. Y aquí es donde me temo que se comienza a oscurecer y mezclar y manipular.

Se interpreta como querer justificar lo que la misma iglesia dice que es injustificable porque se señale que tan solo un 0,2 por ciento de los abusos sean cometidos por religiosos o sacerdotes. Tremendo cada uno de ellos, vergonzoso y culpable, necesitado de reparación y cuidado a cada víctima, pero un 0,2 frente a un 99,8 de abusos cometidos por otros colectivos. Se dice que la iglesia no desea colaborar con aclarar los abusos en su seno, porque pida que se la trate igual que a otros colectivos a los que no se le montan comisiones parlamentarias de investigación dándose más abusos en ellos que en la institución católica —deportivos, por ejemplo. Se entremezclan muy distintas situaciones, terribles todas, pero de muy distinta gravedad, mezclando bofetadas o conversaciones absolutamente fuera de lugar, con agresiones o violaciones. Se acusa, se investiga, se busca bajo las piedras, a modo de caza de brujas protestante, situaciones y casos de la Iglesia sucedidos en su mayoría hace al menos 20 o 30 años, para arrojar barro, daño y odio contra la Iglesia hoy. Diera tantas veces la sensación de que a los medios de comunicación o a los políticos que azuzan los perros poco les importa en realidad las víctimas, lo sucedido y la terrible lacra de los abusos, sino que buscan más el mal que se le puede hacer a la Iglesia, que el bien de dar luz y reparación a todo esto. Se asocia injustificada y dañinamente al hecho religioso mismo, a la forma de vida religiosa o sacerdotal, conductas humanas particulares despreciables que siempre se han detestado desde la fe. En definitiva, se urden campañas contra la Iglesia católica, sobre casos que jamás debieron haberse dado, buscando desprestigiar, dañar y atacar la misma creencia religiosa y lo que la Iglesia quiere ser y contar al mundo.

Deja todo esto una tristeza, un malestar, una amargura, una profunda desazón honda y culpable por cómo tantas veces tan mal se ha hecho en la Iglesia. Responsabilidad, seriedad, reparación y penitencia se necesitan para tratar de acudir a la horrorosa situación de las víctimas y ayudarlas en la medida en que se pueda. Medidas firmes, valientes y trasparentes han de tomarse para que nunca jamás se vuelvan a dar en el seno de los creyentes estas despreciables conductas. Verdadera tolerancia cero, verdadero arrepentimiento, verdaderas acciones para acudir en ayuda de las víctimas han de darse en nuestras diócesis, congregaciones e instituciones. Jamás debe de volver a suceder. Siempre ha de cuidarse a las víctimas. No ha de permitirse el más mínimo resquicio para que sucedan estas cosas.

Pero, a la par, un profundo enfado por cómo quienes odian la fe están llevando toda la situación de los abusos en la Iglesia. Por ese sucio meter en el mismo saco a todos los que formamos la Iglesia, por ese deseo de extrapolar conductas despreciables particulares a toda una manera de ser, vivir, pensar y creer que es la fe.

Los abusos han de desterrarse por completo. No sólo en la Iglesia, sino en cada realidad social en los que se dan. Duele en la Iglesia de un modo especial por la ejemplaridad y la coherencia con el evangelio que deberían tener todas nuestras personas e instituciones. Sería muy interesante pensar por qué se han venido dando esos casos en la comunidad de los creyentes. Cuánto de cómo los criterios del mundo de bienestar, hedonismo, consumismo, de absolutización del poder, de cómo el secularismo más agresivo ha contaminado a la Iglesia, es parte de las razones de que se hayan dado esas situaciones. Parte, pues al final es el pecado individual —además del colectivo, del ambiente que influye y orienta y controla nuestro mundo—, el último responsable de cada acto tan deleznable. Pero, ya digo, sería necesario pensar si no hay también en esa influencia de los criterios del mundo sobre la Iglesia, causas de tales conductas individuales.

Como alguna vez decían, nunca más. Pero nuca más para nadie. Los primeros que quieren que eso jamás suceda de nuevo son la propia Iglesia Católica.

Vicente Niño
Fr. Vicente Niño Orti, OP. Córdoba 1978. Fraile Sacerdote Dominico. De formación jurista, descubrió su pasión en Dios, la filosofía, la teología y la política. Colabora con Ecclesia, Posmodernia, La Controversia y la Nueva Razón.