El Sr. Watanabe en busca de sentido

'Vivir' es una obra maestra sin paliativos de Akira Kurosawa, su director y coguionista

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Hay películas que sólo destacan desde el punto de vista artístico y estético. Que no es poco. Aunque a alguien no le entusiasme el cine de Malick, al menos ha de reconocer de buena fe que es una bella manifestación del lenguaje cinematográfico. En cambio, hay otras obras del séptimo arte que han perdurado en la memoria colectiva porque, sin ser grandes películas, se cuelan en la retina y en el corazón del espectador con un mensaje inolvidable. El caso de Vivir (1952) (Ikiru, en japonés) es especial: reúne ambas características. Por eso podemos considerarla una obra maestra sin paliativos de Akira Kurosawa, su director y coguionista.

Aprovechando que lo teológico vuelve a entrar con fuerza en el mundo de la cultura, vi recientemente esta película, animado por mi tío J. desde hace tiempo. Vivir no es una película religiosa, pero su historia rima bien con los presupuestos básicos de la fe: encontrar una respuesta a la pregunta de por qué estoy aquí. Es un canto de alabanza a la vida, a la esperanza, a la concepción de la existencia como un darse a los demás y no a sí mismo. La moraleja de esta película es tan brillante que recomendaría verla en cualquier colegio y universidad. ¡Qué digo! Haría más falta en cualquier empresa o administración pública. Su visionado ayuda a cualquiera que quiera comprender por qué la máxima de «amar al prójimo como a uno mismo» es la cúspide de la moral más alta y verdadera —coincidente con las enseñanzas de Jesús de Nazareth, por cierto—.

«El hombre descubre la verdad en su desgracia. Su cáncer le ha abierto los ojos a la vida. Los hombres somos tontos. Solo nos damos cuenta de lo bella que es la vida cuando nos enfrentamos a la muerte. Y aun así son muy pocos los casos en los que eso sucede. Algunos mueren sin saber lo que es la vida», dice uno de los personajes de esta historia repleta de rendijas, gestos, miradas, cambios de perspectivas… Vivir es una parábola audiovisual al nivel del mito de la caverna de Platón: éste utilizó esta alegoría tan universal para explicar su teoría del mundo de las ideas, mientras que Kurosawa hace lo propio con el arte total, el cine, para desarrollar un cuento con la moraleja de que nunca es tarde para aprender cuál es el sentido de la vida. Ambos coinciden en la máxima: una imagen vale más que mil palabras.

El paso por este mundo está en los pequeños detalles: «Llevo treinta años sin admirar una puesta de sol», dice en un momento dado el señor Watanabe, ese funcionario gris y de existencia anodina a quien el diagnóstico de un cáncer le hace reconsiderar cómo está viviendo su monótona biografía. ¡Qué corta es la vida… para darla! Esa podría ser esa una de las conclusiones de este clásico. Un largometraje que encierra una paradoja: desarrolla una historia triste, pero su mensaje es vitalista y alegre.

Hay secuencias realmente sobrecogedoras y elegantemente filmadas como cuando están reunidos todos los compañeros de la administración pública donde trabaja el protagonista en el último tercio del largometraje. Ahí se vislumbra un interesante axioma vital: quien no vive para servir (con sus medios, talentos y en sus propias circunstancias concretas), no sirve para vivir. O, cuando menos, sin desearlo, revela las miserias y mediocridades de los demás. El Sr. Watanabe cambia el rumbo de su vida con una experiencia terrible, el cáncer. Kurosawa, en cambio, nos ahorra tener que experimentar esa tragedia con esta obra maestra del cine japonés y mundial para reflexionar sobre cómo una vida plena puede impactar en la de millones. Por cierto, está disponible en Filmin.

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