A veces no es necesario que un golpe de azar irrumpa en nuestras vidas para que nos demos cuenta de que nada de cuanto nos rodea es ya lo mismo, de que algunas de la evidencias más asentadas y de la convicciones más inquebrantables sobre las que parecía cimentarse nuestro mundo están sujetas al mismo desgaste incontenible que el tiempo impone al resto de las cosas. Para ayudarnos a descubrir la inconsistencia de lo que a veces nos parecía más sólido y perdurable, no siempre hace falta aguardar a que un súbito chispazo de alerta nos ponga sobre aviso; no es imprescindible que un sobresalto nos golpee, que una sacudia traumática (la muerte de un ser cercano, una separación abrupta, un desegaño que nos coge desprevenidos) provoque un estremecimiento de la conciencia de donde podamos extraer una lección moral.
Con mayor frecuencia de lo que solemos admitir ante nosotros mismos, los aprendizajes decisivos se manifiestan de una manera pausada. Si algo he aprendido a lo largo de los años es que para encontrar un asidero al que pueda uno aferrarse con toda la determinación que le sea posible, tendrá primero que indagar largamente, tendrá que escuchar muchas voces y aprender a elegir las más limpias y sensatas entre ellas, sin dejarse arrastrar por esa modalidad de la estupidez universal que es la opinión dominante.
Todo esto, que puede sonar innecesariamente pomposo, tiene, en realidad, aplicaciones muy sencillas. Pondré un ejemplo. Hace años leí una novela de Conrad en la que figuraban unas líneas que me impresionaron: «Caminamos, y el tiempo también camina, hasta que, de pronto, vemos ante nosotros una línea de sombra advirtiéndonos de que también habrá que dejar tras de nosotros la región de nuestra primera juventud».
Pese a su sencillez aparente, unas palabras como ésas pueden ocultar durante años su sentido completo. Al leerlas por primera vez uno se siente atraído por ese laconismo estricto y ajustado que constituye, de por sí, un anticipo de su clarividencia. Pero no fue en el momento de la primera lectura, sino algún tiempo depués, cuando me di cuenta de que lo que aquella cita encerraba no era tanto una lección retrospectiva como una advertencia acerca de lo que aún estaba por llegar.
Creo que, a partir de algún momento de la vida, todo el mundo siente que ha ingresado en una región distinta, porque su modo de percibir el paso del tiempo ya no es el de antes, y se ha desarrollado en el interior de cada cual una conciencia más depurada, un saber más nítido y preciso acerca de la fragilidad de las cosas que le son más preciadas. De un modo confuso a veces, empezamos a desear que la existencia se refrene en un transcurrir más sereno, y luchamos por desprendernos de la ansiedad por llegar a no sabemos dónde, una apresurada disposición del ánimo que a todas luces era la marca distintiva de la primera juventud.
Sí, las cosas cambian, todo se agita y fluye a nuestro alrededor, pero con frecuencia no somos conscientes de ello desde el primer instante en que acontece. En ocasiones es preciso volver atrás y remover entre los sedimentos de nuestra memoria para buscar allí la clave que nos permita entender lo que sucede. Cuando yo empecé a sentir que el tiempo de mi vida había adquirido una cualidad distinta, la potestad de hacer que cada instante se volviese un fragmento único e irrecuperable de la existencia, recordé la cita de Conrad, que por algún motivo había retenido en mi memoria, y conprendí lo que estaba ocurriendo. Para mí, eso es lo más parecido a una iluminación que debe de haber. No es un fogonazo de adivinación, ni un destello mágico y premonitorio. Es la mirada de la razón que, tratando de explicarse el mundo, explora pacientemente los vastos territorios de la experiencia y el recuerdo hasta hallar, entre los pliegues de nuestra sensibilidad, un atisbo de luz mínima y demorada.


