Si bien Ignacio Peyró (Madrid, 1980) no necesita presentación a estas alturas, es de los pocos casos en los que una no se sonroja al leer aquello de «los mejores prosistas de su generación», tampoco la requiere su última obra, El español que enamoró al mundo (una biografía de Julio Iglesias), que arroja cifras elocuentes en tan sólo unos meses desde su publicación. A una sólida recepción en España, reseñas y entrevistas en la prensa extranjera y una tercera edición (¡en los tiempos que corren!), se le empieza a sumar el fervor en Hispanoamérica.
El éxito del libro lanzado por Libros del Asteroide en 2025 no es producto de una operación de márketing. Es una escritura admirable y cautivadora del director del Instituto Cervantes en Roma y columnista de El País, un humor fino —de los que causan regocijo intelectual— y una parte de nuestra historia. Es Julio pero no sólo. También somos nosotros.
Ojeando la bibliografía comentada que se adjunta al final del libro, es cierto que no existía una obra sobre Julio Iglesias que se centrara en el aspecto sociológico, casi costumbrista, de su vida y milagros, en paralelo a la historia de los últimos sesenta años de España. ¿Este enfoque en El español que enamoró al mundo es premeditado o lo iba pidiendo la investigación y el texto?
A la hora de escribir un libro pesa más el instinto que el cálculo. No me digo: «Voy a centrarme en lo sociológico» o «voy a hacer costumbrismo». Uno sabe el ritmo que quiere o cree intuir qué tono le puede ir bien a lo que tiene que contar. Yo sabía el tipo de libro que quería, pero no sabía lo que iba a salir: al final, un libro muy poco psicologista, en el que intento no asomarme mucho al interior del personaje; prefiero dejar que se vaya retratando con lo que hace. Precisamente por esa elaboración más receptiva creo que uno puede ir abriéndose a lo que encuentra: por ejemplo, el hecho de que Julio Iglesias sea también un magnífico lugar desde el que contarnos nuestra Historia.
Es sabido que usted se mueve como pez en el agua en la gastronomía y en lo relativo a la década de los 70. Ese instinto que muestra para rescatar los menús y los cócteles de la época, así como los ambientes, usos y costumbres, ha atraído a mucho lector «colateral», no especialmente interesado en la figura de Julio Iglesias. ¿A qué cronistas de nuestro pasado reciente ha acudido para documentarse y cuánto le debe a sus propios recuerdos en la escritura del libro?
Bibliografía específica aparte, no he leído nada para ambientarme y a la vez llevo toda la vida leyendo. Leí más sobre Benidorm. Curiosamente, a la gente le suele gustar saber cómo era el mundo cuando llegó a él: no soy excepción. El desarrollismo —que fue un movimiento importante— y el tardofranquismo me han atraído porque dejaron mucha huella, también estética, en mi ciudad y en mi país. Nací en 1980 y tengo edad para haber mirado esos años con suficiencia y ahora mirarlos con cariño.
Finalizada por fin la idealización ochentera, ahora los 90 son nostalgia. Los veranos de Marbella, memes de Julio Iglesias, las camisetas de la marca Canallita… ¿son estos tiempos la última ocasión en que Julio formará parte de la memoria colectiva? Quizá en la siguiente década resulte ya casi un desconocido como referente.
Creo que él ya tiene esa supervivencia de tantos personajes que no se sabe si son reales o se terminan en su icono: de Mickey Mouse al Che Guevara, de Frida Kahlo a 007.
A mi generación ya no le interesaba la música de Julio Iglesias —era cosa de nuestras madres— pero sabíamos su vida al dedillo por el otro Boletín Oficial del Estado, «el HOLA». ¿Lo de los Iglesias con la revista de los Sánchez Junco fue una simbiosis perfecta?
Guste más o menos, entre la boda Iglesias-Preysler y su separación, los españoles definen o redefinen una relación que va a tener un recorrido importantísimo: la que tienen con la prensa del corazón. Pensemos que, todavía, el producto periodístico más singular y reconocible en el mundo que ha aportado España es precisamente Hola. Crecieron juntos, se hicieron fuertes juntos e inauguraron un modo de hacer entre periodista y cronista que, en este ámbito de la prensa rosa, estaba llamado a perdurar, no me atrevo a decir que para edificación de todos.
Otra creencia errónea con la que crecimos, que se corrige en El español que enamoró al mundo, es que el doctor Iglesias Puga no era tan sólo Papuchi, el señor de «raro, raro, raro», una especie de padre del artista que aprovecha la fama de su hijo para chupar cámara. Del libro se desprende que Julio no sólo le debe la vida (dos veces) sino todo lo demás.
Alguna gente me ha dicho: ¡parece que te interesa más el padre que el hijo! A todos, en efecto, se nos escapa alguna inclinación. Es gente que ha leído el libro bien.
Usted le define como «el gran amor de Julio». Sin embargo, Julio Iglesias no ha sabido crear ese vínculo con ninguno de sus hijos, al menos los de la primera hornada. ¿Lo de Enrique Iglesias fue matar al padre? Al final parece que la más apegada a la figura paternal del cantante es Tamara Falcó.
Si Julio se hizo con su padre, Enrique se hizo contra su padre. Cada una de sus decisiones vitales (familia, amor, hijos, fama) ha sido la contraria de la que hubiera tomado su padre, lo que da pie a mucha psicología parda.
Explicaba Pilar Eyre hace unos meses que el doctor Iglesias se fue con la espinita clavada de que a su hijo no se le concediera el marquesado de Orense. Estaba preocupado por si se lo daban a «algún rojazo» (véase Víctor Manuel o Ana Belén) antes. Ahora que Felipe VI ha vuelto a abrir la veda, ¿cree que le llegará el reconocimiento y qué supondría para Julio?
No tengo la menor idea de si le llegará. No lo creo: parece que, de llegarle, llegaría tarde. Nuestro sistema premial no está bien pensado para favorecer, según, a la Corona o al Estado, que es de lo que se trata. Las medallas (Mérito Civil, Isabel la Católica, etc.), son chapitas para repartir entre funcionarios. No tienen la menor trascendencia. Los títulos, sin embargo, son grandiosos, y el hecho de no darlos nunca lleva a pensar que hay mala conciencia al darlos. Tener estas medallitas que vuelven locos a los ingleses (MBE y demás) sería estupendo para estos casos.
En este sentido, usted habla de la «inclinación de Julio por españolear». Tanto mundo recorrido, tantos años viviendo fuera (tengo entendido que lleva nueve años sin pisar territorio patrio), ¿cuánto de arraigo hay en Julio Iglesias por su país y cuánto es España una especie de «complemento» en su marca personal?
Él ha vendido no sólo España sino una especie de hispanidad o latinidad difusa. Y no sólo ha vendido España y el español: ha cantado hasta en tagalo. Él tiene el patriotismo más visceral que razonado propio de su crianza: nada raro y tampoco negativo. Es posible que, allá en los primeros ochenta, España le favoreciera —como él favorecía a España—. En aquella época, España era muy aplaudida porque, allá fuera, nadie pensaba que la Transición fuera a salir bien. Y Julio Iglesias fue —junto al rey, Suárez, Ballesteros, Caballé o Domingo— uno de los rostros de aquel país ilusionante e ilusionado.
Hay una entrevista de Jesús Quintero a un Julio Iglesias que debía estar en su cuarentena. Resulta algo incómoda para el espectador porque el periodista trata continuamente de arrancar reflexiones profundas al crooner. Usted escribe un final acertadísimo en El español que enamoró al mundo: La superficialidad de Julio nos ha hecho a todos más ligeros. ¿Cree que su grave enfermedad en su juventud forjó ese carácter banal y hedonista?
Me lo he planteado. Sospecho que venía de antes. Dicho esto: sí creo que hay un sentido de resarcimiento que va a guiar la vida de Julio Iglesias y en eso tiene mucho que ver la enfermedad. Tener veinte años, estar postrado, no poder ligar; descubrir la música tarde y sentir la ansiedad de triunfar pese a no verse preparado…
El famosísimo mayordomo, Alfredo Fraile…¿llevó Julio a la práctica aquello del placer aristocrático de hacerse enemigos? Diríase que la aristocracia —ahora sí— de espíritu de Ramón Arcusa dice más de Ramón Arcusa que de Julio Iglesias.
Julio Iglesias, al modo habitual del artista romántico, creía que no había ninguna cosa (amores, amistades, lealtades…) que no debiera estar subordinada a su carrera o su triunfo. Esto exige de los que están a su lado una entrega total que nadie puede dar durante mucho tiempo sin sentirse humillado —y sentirse humillado es algo que uno no puede sentir mucho tiempo sin reaccionar, sin responder—. Es mi análisis de estas traiciones, deslealtades, incomprensiones. Hay muy pocas gentes del buen natural de Arcusa, pero hasta con Arcusa se rompió.
Tratando de desentrañar las claves del éxito de Julio Iglesias, usted repara en su singularidad, una especie de estrella que le hace estar en el lugar adecuado en el momento adecuado, la tenacidad y el perfeccionismo y quizá un olfato muy desarrollado. ¿Ninguno de sus coqueteos con los políticos, más que con la política, desde Benidorm a Mestalla, desde Bill Clinton a Obiang, le ha pasado factura a su imagen pública?
Cuando Julio Iglesias nace a la fama, en la segunda mitad de los sesenta, se encuentra gran hostilidad en un gremio por entonces muy concurrido y de existencia seguramente muy natural: los progres de la época. En un mundo que pedía contracultura, protesta, experimentación y ponerse flores en el pelo, él lo que hace es ponerse la chaqueta del esmoquin. Por tanto, la política sí le ha castigado pues esa hostilidad permaneció hasta hoy. A la vez, igual que siendo un hombre atractivo para las mujeres ha sido también un cantante de hombres, siendo un hombre de derechas, la izquierda ha podido poner sus canciones. Lo de apoyar a Aznar sólo puede entenderse como la libertad de espíritu de quien está más allá de todo. En fin, Julio no ha engañado a nadie: es, de origen, un chico de derechas. También parece ser que se quitó una espina cuando, al final de su carrera, ha tenido tratos con los Sabina y demás.
¿Cómo explica que el concurrido tálamo del cantante no haya arrojado ni un mísero #MeToo?
Con la cancelación no sólo se señala un mal comportamiento: ante todo, se busca castigar una incongruencia. Véase Clinton, Errejón, Tiger Woods, etc. Julio ya avisaba —«soy un truhán»— de que no había venido al mundo a dar lecciones de moral práctica. Luego hay otro caso: el de que se aprovecha de su posición de poder. Sobre esto no ha habido acusaciones, aunque hay que decir que ojo, qué mayor acusación que una demanda de paternidad. Por último: no olvidemos, por mucho que pueda sorprender, que el buscado, casi hasta el acoso, era él.
Se cuenta que D’Annunzio en su decrepitud física invitaba a amigos a cenar y él lo hacía tras un biombo para no ser visto ¿Qué mantiene a Julio alejado del ojo público en la actualidad? Usted le alaba el gusto pero en el otro extremo tenemos, por ejemplo, a Tony Bennet en concierto con Lady Gaga a sus 95 años.
No le alabo el gusto. Creo que salir es tan legítimo como no salir. No tiene por qué haber nada de patético en alguien que no se resiste a dejar de hacer lo que siempre ha hecho, aunque no lo haga como antes. En esas cosas suele haber lecciones, aunque sea que no hay que desistir solo porque las cosas no nos vayan a salir perfectas. Pero es difícil juzgar cuánto hay de vanidad en salir o no salir, y cuánto de castigo para esa vanidad conlleva una cosa u otra. Mi teoría es que Julio se está haciendo «presente por ausencia» y está encantado de que hablen de él mientras él se hace el misterioso. También sabe que su voz, nunca huracanada, no es lo de hace años. Ahora se da caprichos de viejo millonario y lamenta el tiempo que pasó.
Visto el enorme éxito «de crítica y público» que está teniendo El español que enamoró al mundo dentro y fuera de nuestras fronteras, ¿no piensa que ha sido una suerte no haber podido contactar con el cantante durante el proceso de escritura? Quizá de haber ocurrido, de alguna manera se hubiera visto encorsetado.
He hecho el libro que quería hacer. Lo que desde luego no quería era tener que pasar borradores, corregir según quisiera otro, etc. Alguien así va a querer que pongas lo que él quiere que pongas, no lo que tú quieres saber.