«Globalismo» es una palabra en peligro de acabar tan prostituida como «democracia», «libertad» o «solidaridad», de terminar utilizada para expresar exactamente lo contrario de su significado, precisamente en boca de los globalistas, siempre obsesionados con controlar el nombre de las cosas y así —creen— la realidad.
El globalismo es la guerra de gobiernos, empresas y medios de comunicación o, mejor dicho, de políticos, ejecutivos de multinacionales y periodistas contra la gente corriente. Es el ataque injustificado e implacable de los más poderosos en busca de más poder contra quienes se dedican a trabajar, prosperar y formar una familia. Contra quienes hacen por vivir una vida buena, normal.
Cuando nos preguntamos por qué luchamos, en eso que llamamos la vida pública o en casa preocupados por el bien de los nuestros, la respuesta es la dignidad de la gente corriente. La vivienda escasa, la inseguridad creciente, la invasión promocionada o los impuestos criminales son en el fondo ataques nada casuales a la dignidad del ser humano, es decir a la supervivencia de nuestra civilización.
Sólo en defensa de nuestra dignidad, desde una posición superior, superaremos los síntomas tangibles de una batalla intangible.