Cuando estoy preparando unas palabras sobre alguna película pienso en lo mucho que me gustaría que, días antes de publicar la correspondiente columna, apareciesen unos anuncios promocionales, quizá narrados por Luis Bajo, voz corporativa de TCM. En este caso, esa voz en off, diría algo así como —léanlo con un tono grave— «cuando aparece un ángel, nada vuelve a ser lo mismo» e intercalaría algunos fotogramas de la película, como ese de Cary Grant diciéndole a David Niven «me han ordenado venir aquí, en respuesta a su plegaria». Pero, claro, esto no es la televisión y yo tampoco sé hasta qué punto las arcas de La Iberia son como las habitaciones del Tío Gilito. No obstante, aunque no haya habido esa promoción, aquí me encuentro, al pie del cañón para recordarles que no pueden dejar de ver La mujer del obispo y que tienen que hacerlo ahora, en Navidad, como hago yo, porque desde hace unos años, cada tarde del día de Nochebuena me la veo y cada vez me gusta más. Si aún no la han visto no sigan leyendo, búsquenla y véanla, les prometo que hay un antes y un después.

Y les decía que hay que verla ahora, en Navidad, porque ya con las primeras imágenes nos impregnamos del espíritu navideño. Ver a Cary Grant paseando por una Quinta Avenida hecha en decorados mientras cae la nieve en la víspera del día de Navidad es ese cine que tanto nos gusta. Ver cómo se ilusiona con la alegría y la felicidad de los demás, verle escuchar a unos niños que cantan en un coro callejero u observar a los que, ante una tienda de juguetes, se quedan maravillados es ese cine que tanto nos gusta. Descubrir que Cary Grant durante ese paseo lo que está haciendo es trabajar y que su oficio es poco común, pues es un ángel, es ese cine que tanto nos gusta. Y ese cine que tanto nos gusta es, como no puede ser de otra forma, el que nos lleva a la vida de repuesto, lo saben perfectamente.

Pero Cary Grant es un ángel que llega al mundo con un propósito tan generoso como complicado. Una tarea que no es, no nos equivoquemos, ayudar a monseñor Niven a construir su catedral. Muy al contrario, Cary Grant llega a ese lugar para impedir que la vida del obispo se destruya, para recordarle el amor que les debe a su mujer y a su hija, que todo el tiempo que no pase con ellas no lo va a recuperar y para hacerle ver que, aunque parezca una tontería, muchas veces perdemos de vista que lo más importante ha de ser lo más importante.

Y es cumpliendo este cometido cuando Cary Grant comienza a sentir lo que sienten los hombres, comienza a sentir amor. Pero no ese amor que le lleva a ayudar al ciego a cruzar la calzada, o que le lleva a ilusionar al viejo y ateo profesor dándole una historia que escribir y una botella de Jerez siempre llena, o que le hace animar al taxista a ponerse unos patines. El amor que le invita a hacer todo eso ya lo conocía, es, por decir de algún modo, la especialidad de la casa. El amor que ahora siente es el del enamorado, el sentimiento más humano, quizá. «Hay pocas personas que saben crear un Cielo en la Tierra, y usted es una de ellas», le dice a ella, junto al árbol de Navidad. Y él le parece que ella crea el Cielo en la Tierra porque descubre que lo que más le gusta es cogerla de la mano y llevarla a patinar. Se da cuenta de que adora comer juntos, que le coja del brazo y que se divierta con él, y es entonces cuando comienza a utilizar todo lo que tiene a su alcance para hacerla feliz y pasar tiempo con ella. Pero, ¿quién podría considerarle culpable? ¿Quién no lo haría todo por esa persona?

Viendo La mujer del obispo, tienen que entrarte ganas de coger a tu novia, a tu mujer, a tu hija o al amor de tu vida, valgan las redundancias, e ir a la pista de hielo que el ayuntamiento ha instalado en la ciudad, pagar los seis euros cincuenta que cuesta el acceso más los tres euros por el alquiler de los patines y descubrir que, aunque esto sea la vida real y tu forma de patinar sea terrible, a pesar de que no haya dobles para rodar esas escenas, tú también tienes ángeles cerca. Viendo La mujer del obispo tienen que envolverte las ganas de darlo todo sin esperar nada a cambio. Porque esta película es un auténtico cuento de Navidad al viejo estilo de Dickens. Aprender a querer, a valorar, a apreciar y, sobre todo, a hacer ver a los que queremos que los queremos.

Pero Cary Grant sabe que ese no es su mundo, algo así como le pasa a Rex Harrison en El fantasma y la señora Muir. Cary Grant sabe cuál es su sitio, su lugar, y tiene que volver a él. Y es aquí donde está la gran acción, la mayor muestra de generosidad. Él, que podría hacer que todo fuese diferente, tiene el mayor gesto de amor que alguien pueda hacer, antepone la felicidad de los demás a la suya propia, renuncia.

La mujer del obispo comienza con un matrimonio distanciado y casi roto, con un ateo profesor con poca esperanza en el futuro y un ángel que aún no tiene alas. La mujer del obispo termina con una familia unida, con un ateo ilusionado que entra por primera vez en la Iglesia y un ángel que, intuyo, ya tiene alas. Porque cuando Cary Grant se va, cuando le vemos alejarse en esa última escena, el más pequeño de sus actos fue dejar en la Tierra una botella de Jerez que nunca se vacía.