No mentiría si dijese que pensé en hablarles de la sedición. Salió Patxi López sonriente, con su pértiga constitucional, con su maillot de trapecista, a decirnos lo contrario que apenas unos días antes. Que la corrección legal está en la homologación europea y que la sedición fue —ay, Marchena— una mera «ensoñación». Salió, decía, con esa sonrisa del pirómano virgen, con la picaresca del falso contorsionista, pero Patxi no se estrenaba aquella tarde en el arte de la fechoría. Pensé en hablarles de esto pero rápidamente concluí que sería una pérdida de tiempo y caracteres.
Vi también en redes sociales aquella pantomima que se montó el domingo en contra de Ayuso. Qué pena, pensé con toda sinceridad, que una reivindicación tan necesaria –en verdad es justa y necesaria– se convirtiera de forma tan paupérrima en un birlibirloque político. Dicen que la semana pasada el producto que más vendieron los chinos y Amazon fueron batas blancas. Fonendoscopios del Imaginarium aparte, la izquierda fletó buses desde provincias periféricas donde la sanidad está peor. Pero oigan, pan y circo. Por eso tampoco voy a desaprovechar estas cuatrocientas cincuenta palabras en guiñoles y mareas.
Del otro lado del charco nos llegaron noticias algo desastrosas. Estados Unidos es ese país que tropieza constantemente con la misma piedra y en su tercera caída termina por culpar a la piedra y no, qué sé yo, a la torpeza de quien tropieza. Cosas del sueño americano, claro. Durmiendo que no dormido, y jodiendo tanto como jodido, está el presidente de la-primera-potencia-mundial. Y los estadounidenses lo han reelegido en una suerte de plebiscito siciliano donde la omertá reina a sus anchas. Patxi López lo llamaría homologación. Con el biombo de las primarias del PSOE, claro está. Pero tampoco quiero gastar la oportunidad en estas grandilocuencias yanquis.
Peores noticias llegaron de Vocento. Salió ayer el premio Gistau y he hablado con un amigo –mío y de la casa– sobre la posibilidad de adherirnos con superglú en la puerta del ABC, con botes de Celorrio, espárragos cojonudos o cualquier producto que pringue la fachada, como si pudiéramos tapar la vergüenza con tomate Campbell. De esto ya hablaremos otro día puesto que hoy me he propuesto ser fiel hijo de Dios. Por eso, sin saber con demasiada exactitud si soy feminista o no lo soy, me niego a desperdiciar mi hueco de cada martes en La Iberia con, qué sé yo, diez mil euros.
Llego, por tanto, aquí, a este último párrafo, como llegó Daniel Cotta al misticismo: entendiendo a Dios por lo pequeño, queriendo gastar mis caracteres en lo aparentemente ínfimo, en este ramo de nimiedades: «Señor de las galaxias más remotas, / las que no tienen nombre, / las que apenas existen. / Tú que gobiernas las Enanas Blancas / y las Supergigantes; / Tú que forjaste el asteroide oscuro / capaz de destruirnos con un roce; / Tú que detonas cada Supernova; / Tú que amontonas Agujeros Negros / en las pupilas ciegas de este Cosmos, / ¿por qué esta margarita?». Qué serán las sediciones, las oposiciones, las trampas, los plebiscitos, los premios de miles de euros. Qué son, ay, en comparación con este ramo de margaritas.