Tal vez uno de los hechos fundamentales de una persona sea tomar conciencia de sí mismo. Saberse una persona autónoma, capaz de estar en el mundo, con una personalidad propia, con sueños, pensamientos y penas personales, y con el uso de la libertad. Uno llega al mundo embelesado por la realidad que le rodea, se pasma ante cualquier hecho y todo le merece digno de admiración. El asombro le va guiando en sus primeros andares y comienza a detenerse para observar detenidamente el mundo y a uno mismo. Descubrimos el bien y el mal porque lo vemos y porque lo sufrimos. Poco a poco manifestamos en nuestro interior anhelos y deseos profundos que nos tutelan en el paso por este mundo. La curiosidad es una característica fundamental de un bebé.

Sin embargo, cuando uno va creciendo, irremediablemente, se le junta el afán por querer entenderlo todo, mientras que esa curiosidad primeriza le abandona de la misma manera que se caen los dientes de leche. Conforme van pasando los años, las preguntas acerca del mundo crecen y puede darse el caso de que nos obcequemos con saber el porqué de todo. A medida que nos vamos topando con diferentes acontecimientos, con distintas emociones y con nuevas ilusiones, la primera boda de algún primo, la muerte de un ser querido, el primer desamor o alguna decepción de un amigo, la ilusión de estudiar la carrera, irse a estudiar fuera y dejar, un poquito lejos, a tus padres; las expectativas, que en un principio nos impulsaron a salir de nosotros mismos y a lanzarnos al mundo creyendo que todo iba a salir bien, comienzan a extinguirse a causa de las desilusiones o por toparnos con que, aquello que deseábamos, no resulta ser como esperábamos. Ese castillo de naipes, que con tanto afán se construyó en nuestra cabeza, es demolido sin miramientos de la noche a la mañana. El vacío que sentimos nos empuja a cuestionarnos ese mundo que creíamos conocer como la palma de nuestra mano.

La acción reflexiva es propia del ser humano y constituye un ejercicio imprescindible en la vida. Mediante la reflexión somos capaces de acercarnos a la creación y poder estudiarla, comprenderla, usarla, incluso manipularla. Pecar por exceso en dicha actividad nos conduce a situarnos en el centro de la reflexión, convirtiéndonos en la medida del mundo. Pronto, el criterio que erigimos es el de la conveniencia: tú eres tu prioridad, siempre y ante todo(s). Y vuelta a erigir una nueva fortaleza en las nubes. Así, a trompicones, caminamos por la vida sin llegar a detenernos en nuestro alrededor. Lentamente, nos distanciamos de la realidad y, si nos perdemos del camino, puede aparecer el hastío que, lejos de acompañarnos, nos abandona en manos del escepticismo que nos aprisiona.

Anestesiados por el frenesí cotidiano, sólo los hechos extraordinarios son capaces de sacarnos de nosotros mismos y echar una tímida mirada. Como si fuéramos un submarino y subiéramos el periscopio para otear el mundo, para rápidamente tornar a las profundidades del ser. Es por ello que son los niños quienes mejor disfrutan de la Navidad, porque son ellos los que realmente saber vivirla, aún no están ensimismados con su propio yo.

No obstante, la Navidad es un tiempo que nos invita a recordar algo que olvidamos con frecuencia: nuestra estancia en este mundo tiene un por qué y un para qué. Se trata de un recordatorio de que estamos llamados a algo que nos sobrepasa, algo que es más grande que nosotros, pero que paradójicamente nos sentimos inclinados hacia él. Esa inmensidad no nos produce vértigo, sino que corremos a asomarnos y esperamos verla colmada.

El Niño que nació, que nace, en Belén nos recuerda que el mundo es creación y no construcción, al igual que nosotros. No partimos de cero, sino que se nos ha otorgado unos talentos cuyo fin hemos de hallar. Nos llama a volver a ser niños y así volver a maravillarnos con lo cotidiano, porque únicamente quién sabe apreciar lo ordinario, puede gustar lo extraordinario. Sólo quién agradece lo pequeño, se maravilla ante lo grandioso. Los Magos llegaron hasta Belén porque se pasmaron ante la aparición de una nueva estrella en el firmamento y no dudaron en perseguirla. La locura hubiera sido no seguirla; como Herodes que, temeroso  y envidioso de que un bebé le ensombreciera, se agazapó en su palacio.