Cada 23 de abril celebramos el Día de San Jorge y, con la casi plena seguridad de las fuentes históricas, podemos afirmar que el protagonista fue un oficial romano que jamás se enfrentó a un dragón. Los cuentos cambian o, al menos, pueden relatarse de diferente manera. Los tiempos, también.
Cierto es que sobre el susodicho existen infinidad de narraciones fantasiosas como la de salvar a la princesa de las garras del terrible dragón en las inmediaciones de un estanque de una ciudad libia. Allí, la temible bestia sembraba grandes dosis de pánico sólo apaciguadas por el sacrificio de un par de ovejas y la elección de un joven para calmar su ira contra la población de Selem. Sin embargo, el día en el que la hija del rey iba a convertirse en desafortunada víctima, el santo guerrero romano y su poderosa lanza se encargaron de dar ejemplo de la victoria del Bien sobre el Mal, del triunfo de la fe y la perseverancia incluso cuando pintan bastos o, aparentemente, la debilidad se postula como único aliado de la divina Providencia.
Independientemente de ficción o realidad del relato en cuestión, sí que existe un epígrafe griego del año 368 en el que se menciona al propio Jorge, su casa, iglesia, santos y compañeros mártires triunfadores. Así, tenemos pruebas de un martirio anterior: el sufrido por profesar su fe católica en tiempos de Diocleciano, emperador bajo cuyas órdenes servía nuestro héroe, tras el edicto de persecución contra los cristianos en el año 303.
Y la imagen de ese sufrido y entregado guerrero a su causa religiosa iba a convertirse en la del icónico combatiente contra el dragón (el islam y su derrota) en siglos venideros, en símbolo de victoria en las Cruzadas o la épica posterior de un periodo medieval encabezado por el culto normando y libros de caballerías protagonizados por brujas, magos, gigantes y, ¡como no!, héroes o dragones.
Por otro lado, siglos más tarde íbamos a encontrarnos con referentes literarios del mundo anglosajón como C. S. Lewis, G. K. Chesterton o J. R. R. Tolkien. Todos demostraron ir sobrados en el manejo de los fairy tales y las fairies dentro de increíbles universos de literatura fantástica en los que no dudaron en embarcarse para transmitir sus buenas intenciones literarias.
Lewis, por ejemplo, escribió que «como los niños se encontrarán con crueles enemigos en su vida, deberíamos permitirles que al menos escuchen historias de valientes caballeros y heroicas gestas». Recordando el perpetuo éxito de Las Crónicas de Narnia, es evidente que, en lo referente al conocimiento e intuición sobre los gustos infantiles en el relato, conocía el terreno que pisaba y sabía qué pócima usar para su balsámico propósito.
El gran Chesterton afirmaba que «todo niño ha conocido al dragón de manera íntima desde que tuvo uso de razón. Así, lo que el cuento de hadas le ofrece es un San Jorge que mate al dragón». Por instinto de supervivencia, a su aseveración no le falta ese sentido común que, desaparecido en nuestros días, camina errante en busca de benefactores, un santo salvador o cualquier fuerza sobrenatural que se encargue de dar muerte a todos esos dragones —a pesar de insulsas y contradictorias leyes de protección animal— que confunden y destruyen nuestras vidas.
La historia de San Jorge nos traslada a no cejar en nuestro empeño a la hora de combatir el Mal con todas las armas y munición a nuestro alcance. Somos nosotros mismos los que hemos de convertirnos en aquel soldado romano, en el abnegado y humilde guerrero que, con la ayuda de Dios, encuentre el camino de la victoria haciendo uso de algunas de las indestructibles virtudes de San Jorge: valentía, caridad, compasión, solidaridad, sacrificio y perseverancia. Es aquí donde uno se acuerda de Tolkien, de sus lugartenientes Sam y Frodo en el camino hacia la destrucción del anillo en pos de lograr la derrota del Mal en El Señor de los Anillos.
Si finalmente logramos hacer acopio de una equilibrada mezcla de esas virtudes, no habrá demonio —a pesar de la infinitud de los que se postulan como tal en nuestro diabólico presente— que pueda interponerse en nuestra búsqueda del Bien, principal conquista a la que hemos de aspirar y a la que, como hijos de Dios, estamos llamados a pesar de las turbulencias de un errático mundo ajeno a valores y virtudes que, en el pasado, conformaron la estabilidad ahora ausente por nuestra pervertida realidad.